Laguna. Viernes laguna. No hay registros ni fotográficos ni cerebrales. Activando la memoria… a ver... bueno… fui a correr… hacía mucho calor… fuimos al super con Ju… después a visitar a Salva y no estaba… volvimos a casa y Ale y Betania habían comprado pan, salamín y roquefort y vino tinto… picoteamos con ellos… Sofi se fue a nadar... nos fuimos a dormir.
Va capítulo 7 de “Santa Clara (un espacio oscuro)”:
7
Llegué casi desfalleciente, sudorosa y despeinada. No me importó: “por fin llegó la hora de la venganza”, me dije sin demasiado convencimiento, dejando caer la valija sobre el pasto a la sombra de una escalinata de madera que llevaba a la puerta de la casa. Agotada, me senté sobre la valija para recuperar el aliento, pensando en las experiencias que había vivido los últimos días.
Desde la desaparición de Pablo y todo lo que sucedió a partir de ese hecho, sentí como si todo hubiera ido de a poco cambiando de sentido, como si los odios se diluyeran, los sentimientos se entremezclaran, y, sin que me quedara demasiado claro, presentí que la razón de mi viaje era otra, incógnita, imprevisible, como si de alguna forma incomprensible, estuviera viviendo en otro tiempo. Me sentí ridícula pensando esas tonterías y me dije que debería descansar.
Cerré los ojos para intentar aflojarme unos minutos pero no pude, me levanté con ansiedad y busqué un timbre, no lo encontré por ningún lado. Me paré frente a la puerta y aplaudí fuerte. No apareció nadie.
Arrastré la valija hasta dejarla frente a la puerta de entrada y me acerqué a las ventanas de la derecha y golpeé los postigos cerrados. Luego di una vuelta alrededor de la casa golpeando en todos los postigos. Golpeé también sobre una puerta que supuse que debía ser de la cocina. En ningún momento obtuve respuesta. Busqué algún signo de vida, de que la casa estuviera habitada, algo así como ropa tendida en alguna cuerda o basura fresca.
“La gente de la casa debe haber salido”, pensé cuando volví al frente; porque aunque no vi ropa tendida ni basura por ningún lado, el césped del parque estaba recién cortado y las plantas del porche estaban cuidadas. La casa estaba rodeada de un alero muy bien arreglado, con muebles de jardín antiguos y bien conservados y sobre las sillas y las reposeras del fondo había almohadones floreados, limpios y secos.
Encontré una canilla y la abrí: salía agua. Puse las manos en forma de cántaro y bebí con placer el agua fresca. Me pasé agua por la cara, por la nuca, por el pelo. Subí al porche: a la sombra estaba más agradable. Me senté sobre un sillón hamaca a descansar. Abrí el bolso y encontré los alfajores: al verlos me di cuenta que tenía un hambre atroz. Los devoré en dos minutos. Después me comí las mentitas, que me dejaron la lengua ardiendo un buen rato.
Saqué del neceser un espejo y un peine y me rehice el moño, limpié el rimmel que se había corrido dejándome un aspecto ojeroso, me maquillé apenas, limpié los tacos de las sandalias. Fuera quien fuera quien viniese, era mejor estar presentable.
De pronto me vinieron ganas de hacer pis. Claro, había viajado toda la noche y no se me había ocurrido ir al baño antes de bajar del ómnibus, ni en el pueblo. “Qué tarada”, pensé, de malhumor. Miré en derredor, había unos cuantos lugares protegidos por arbustos donde podía ir y hacer pis. Pero si justo llegaba alguien iba a ser un papelón. “Aguantá un poco más”, me dije, “seguro que en cualquier momento aparece alguien”.
Me quedé dormitando en el sillón, los rayos de sol apenas se filtraban por la enredadera espesa que cubría la pérgola de madera, y el lugar, pese al calor del mediodía, era bastante fresco. Entre el cansancio y el sopor del ensueño vi figuras que se me acercaban, la mujer rubia del ómnibus gateaba a mi alrededor ronroneando como un gato, caras anónimas y monstruosas aparecían, se escondían, se diluían en el instante en que me parecía reconocerlas y se transformaban en otras caras, nuevamente desconocidas. Creo que me dormí hasta que me despertó una puntada en la vejiga.
“Bueno”, resolví, “si no quiero hacerme encima voy a tener que elegir un lugar”. Caminé hacia unos arbustos espesos bastante alejados de la casa, miré por los alrededores sin ver señales de vida humana.
“Acá mismo”, decidí sin pensarlo mucho y dando saltitos porque no aguantaba más. Me bajé la ropa interior hasta las rodillas, me levanté un poco la pollera para no salpicarla y me acuclillé. Dejé salir el chorro de pis, que parecía interminable. Con el último chorrito me sacudió un estremecimiento de esos que siempre siento cuando me aguanto demasiado. Me sequé con un pañuelo descartable que escondí cuidadosamente entre la hojarasca, me subí la ropa interior, me alisé la pollera y salí de entre los arbustos. Me encaminé hacia la casa, aliviada.
Al aproximarme divisé a un hombre sentado sobre la hamaca al lado de mi valija, donde yo misma había estado poco antes. Me alteré cuando reconocí a Pablo, su porte elegante, el mismo pelo rubio medio revuelto. Toda la seguridad que había sentido hasta ese momento desapareció y me sentí frágil, con deseos de que me abrazara, y de que todo fuera una terrible equivocación. Seguí caminando, e intenté controlar el temblor de mis piernas. Al aproximarme un poco más me di cuenta que no era Pablo, aunque se le parecía mucho.
-Buenos días –saludé al acercarme al porche- disculpe la intromisión, pero estoy buscando unos amigos y la gente del pueblo me mandó para acá. Pensé que acá podría conseguir noticias de ellos. Le sonreí. Estaba paseando por el parque, esperando que llegara alguien –agregué.
El hombre se paró y se presentó.
-Mi nombre es Angélico –dijo con voz profunda de bajo y hablando en castellano.
Tenía un acento extraño que no supe distinguir pero no me pareció acento portugués-. Un placer conocerte –agregó enseguida y me extendió la mano derecha abierta. Me cayó bien que me tuteara. Le di la mano y sentí la mía muy chica, apretada por la mano grande y cálida, mientras pensaba en la casualidad de los nombres-. ¿Quién dijiste que te envió acá? –preguntó sin dejarme hablar, con un gesto de extrañeza, frunciendo apenas las cejas rubias.
-La gente del pueblo, de Santa Clara –repetí y con la mano derecha extendida le indiqué el camino por donde había llegado arrastrando la valija.
-Entonces hay alguien en el pueblo –comentó pensativo. Santa Clara es un pueblo abandonado, hace muchos años que nadie vive allí –agregó, frunciendo más el ceño, en un gesto que demostraba una mezcla de desconcierto y preocupación.
Me extrañó el comentario. Yo había estado en el pueblo. Esa misma mañana. El pueblo, decididamente, estaba habitado.
-Pero estaba habitado –repliqué, aunque no me parecía muy correcto contradecirlo.
-Más tarde vamos hasta ahí –dijo en un tono que me chocó, parecía una orden.
“Que vaya él si quiere”, pensé, un poco ofendida.
-Ahora tendrás ganas de tomar una ducha y refrescarte un poco, y se me ocurre que comer algo no te vendría mal –agregó sonriente con tono de buen anfitrión-. Me resulta agradable tener visitas aunque lamento mucho no poder ayudarte a encontrar a tus amigos –continuó.
Al instante se me pasó la ofensa. “Estás demasiado susceptible”, me dije, “el hombre te ofrece su casa con generosidad y vos no dejás de estar a la defensiva, siempre la misma pava”.
Llevó mi valija para adentro hasta un dormitorio que parecía estar arreglado para albergar huéspedes. Abrió un ropero y me dio unas toallas afelpadas y suaves.
-De ahora en adelante esta es tu habitación –dijo, con un tono amable- podés quedarte todo el tiempo que quieras. Voy a preparar algo para almorzar, porque Donna Camila, la casera, fue a ver a su hermana y vuelve recién mañana. Y cerró con suavidad la puerta.
Me tiré en la cama fascinada. El cuarto tenía las ventanas cubiertas con cortinas de seda, una seda transparente que dejaba pasar la luz. La luz dorada se reflejaba sobre los muebles de roble imprimiéndoles un tono amarillento; un acolchado de flores celestes hacía juego con el sillón que estaba frente a un pequeño escritorio. La cama estaba tendida y había unas flores azules en un florero sobre la mesa de luz que exhalaban un perfume alimonado. Todo parecía preparado como para recibir a alguien. Una alfombra con arabescos en tonos de azul cubría gran parte del piso de la habitación, que era de madera. “Aunque no encuentre a Pablo es un lindo lugar para pasar unas vacaciones”, pensé, encantada, y sentí de nuevo la sensación de estar flotando en un lugar sin tiempo.
Me levanté y abrí la puerta del baño. Llevé las toallas y el neceser. El baño era amplio, cómodo y elegante, sobre el mármol de la palangana había un juego antiguo de cepillos de plata. Abrí el agua de la ducha que salió tibia y con fuerza; me saqué la ropa y me metí bajo el chorro de agua. Sentí el agua correr sobre el cuerpo llenándome de energía. Me acordé del Hermano Ernesto, el que decía por la tele “bebba aggua” y pensé que estaba equivocado, que tendría que instar a los fieles a que se ducharan, que así sí se sentía el recorrido del agua por el cuerpo, la limpieza del agua, la belleza y la plenitud de sentirse uno con el universo. Abrí el frasco de shampoo, puse un poco en la mano derecha y me refregué con suavidad el pelo. Me acaricié lentamente los brazos, el torso, el vientre, las piernas, con una esponja espumosa que exhalaba un perfume a hierbas. Dejé caer un buen rato el chorro de agua sobre la cabeza y el cuerpo, hasta que enjuagué todo el jabón y el shampoo; la espuma blanca formaba islotes sobre el piso de la bañera, rodeando mis pies, metiéndose entre los dedos. Cerré la canilla y me envolví en el toallón, me di un buen masaje y me vestí.
Elegí una túnica sin mangas, suelta, de lino color crema, larga hasta los tobillos, para estar fresca y cómoda. Me calcé las sandalias chatas de cuero marrón, me peiné y dejé el pelo suelto y mojado, el calor ya se haría cargo de secarlo.
Etiquetas: abril
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