AUTORRETRATO http://08
25.7.08
  24 de julio 08, jueves.











Uno de los horribles problemas que tenía que solucionar era OTRA vez con la empresa “”, me enteré por casualidad que desde junio del 2006 estoy en el clearing de informes. Una vez en el 2006 me mandaron una carta avisándome que estaba en el clearing de informes. Luego que me molesté en realizar unas gestiones, perdiendo mi valioso y apreciado tiempo, me llamaron para disculparse por el error. Pues… ahora nuevamente, digo mal, no nuevamente, sino que NUNCA me sacaron, me entero de que sigo como morosa en el clearing de informes, una empresa , por una deuda que pagué en el 2003; y de la que por supuesto tengo todos los recibos que necesito para demostrarlo. Y es la tercera vez que esta “empresa” me hace tener problemas por este tema. Inaudito. A cualquier juntadero de gentuza que forme una asociación civil o algo así se les llama “empresarios” y “gerentes”. Y tienen una “empresa”, offffffcorss.

Sí. Aunque no se pueda creer. Y el señor “gerente” de la “empresa” dijo que en dos o tres meses se podía solucionar, a lo sumo en cinco meses. Sí. Que era un error. (Errare Humanum est). El error es que nazca ese tipo de gente. Y que la evolución de las especies no lo haya dejado atrás. Insólito. En fin.

Por supuesto que en la entrevista me porté horrible, pero menos mal de lo que hubiera querido. Le hubiera pisado el dedo meñique del pie, le hubiera pateado la canilla, le hubiera puesto un dedo en el ojo. El abogado me retó cuando salimos por todo lo que dije fuera de lugar. No sé como se puede ser abogado y tratar con gente de esa calaña sin inmutarse. Bueno, tiene más paciencia que yo. Y eso que hago ommmmm. Y el tipo que atendía la puerta… Parecía un… no sé… un gigoló venido a menos. Un lugar ordinario, pretencioso, con humedades… y la sala de reuniones donde nos hicieron pasar. Un cuartucho separado de lo que debía ser el hall de entrada por tabiques y sin techo.

Me estresé de nuevo. Juro que nunca más me meto en esos líos y dejo que el abogado vaya solo. Siempre. Por siempre jamás. Amén.

Bueno, la cosa es que fui al clearing de informes donde me trataron mucho mejor dos amables señoritas sin pretensiones de nada que parecían ser de informes. Sacaron fotocopias de los recibos y me pidieron que llamara al día siguiente. Más ejecutivas, ¿no? Un día contra dos, tres, o cinco meses! Que vivan los de informes, abajo los “gerentillos” que quieren darse importancia y demostrar a magoya que tienen “poder”.

Pasé por el CCE a ver a Patricia, charlamos y le conté lo que me había pasado. No podía creer. Pero charlamos de otras cosas y al cambiar de tema se me pasó el estrés. Casi todo.

Después fui al BHU, y les expliqué la situación. Porque si no le otorgan a Sofi el apartamento porque estoy en el clearing de informes con mala nota por la “empresa” , voy a tener que desearle a esa gentuza todos los males, que se les caiga el pelo, que a las mujeres les salgan bigotes y barba y pelos en el pecho y a los hombres tetas en la espalda. Y que se les escapen pedos con ruido y olor nauseabundo frente a sus superiores, frente a sus mujeres y/ o maridos y/ o amantes siempre que estén con ellos, y en cada ocasión que el hecho sea notorio e inconveniente. Y soy bruja, eh.

Suerte que después de eso me fui a la ENBA al seminario de filosofía de la creación, y cambié de tema rápidamente. Focault, Spinoza, Eco, Deleuze, Nietzsche, Heidegger. Otra cosa. ¡Oh Deus! Por qué tu no permites que essa gente seja inmortal y sí que sobrevivan pessoas como las que conhecí hoje?

(“Porque ficarían muito pocos na terra, mia filha”).

Bué, para vengarme de todos, y especialmente de Carlos, va ooooooootro capítulo (el 18) de la novela “Santa Clara (un espacio oscuro)”:

18

Cuando me desperté Clara estaba acurrucada contra mí con la cabeza reposando sobre mi vientre. Sentí una inmensa paz y una ternura dulce y la misma impresión que había tenido antes: parecía una niña desvalida. Le acaricié la espalda y se movió, abrió los ojos, me miró. Me reconocí y la reconocí en esa mirada, fue como si de pronto emergieran recuerdos muy antiguos, experiencias olvidadas que viví con intensidad mientras duró la mirada: un segundo, un año, un siglo. Imágenes que apenas podía retener por instantes, sin poder asegurar dónde o cuándo habían sido vividos. Percibí algo muy sabio y también muy triste. Nos sentamos. Atrás de la cascada se veía que el sol ya estaba bajo, y las sombras alargadas de los árboles se reflejaban sobre el agua. Clara se incorporó inquieta.

-Nos tenemos que ir mientras haya luz –dijo con voz trémula. Sin agregar nada ni esperarme fue hasta el borde de la roca y se zambulló. Fui atrás de ella. Nadamos hacia el otro lado de la laguna. Subimos a la piedra y nos vestimos sin hablar. Clara se notaba intranquila. Le miré las manos y las plantas de los pies, las llagas habían cicatrizado, aunque le habían quedado unas manchas rosadas un poco más claras que el resto de la piel. Al terminar de vestirse se envolvió de nuevo los pies con las vendas.

-Ya no me duelen –me explicó al ver que la miraba vendarse- pero no traje calzado. No quiero caminar descalza, la piel todavía está delicada y podría rasgarse. Al terminar de vendarse se incorporó y se dirigió hacia el mato. Aunque mi hombro también se había curado, abracé de nuevo el bolso con la caja de música, yo tampoco quería hacerme otra llaga. Me puse el sombrero y seguí de nuevo a Clara a través de la vegetación. Ella caminaba impaciente y ágil, ya no gateaba.

El mato de nuevo parecía abrirse al paso de Clara y cerrarse atrás de mí. Pero nos daba paso, no nos engullía. Y seguía silencioso. Demasiado silencioso. De alguna forma percibí que no era Clara la que nos guiaba, y de pronto tuve la certeza de que era otra cosa la que señalaba el camino. Me estremecí, pero no podía dejar de ir atrás de Clara, hubiera sido imposible atravesar el mato cerrado. Mi respiración se agitó e hice un esfuerzo por controlarme. No podía entender que pasaba, pero me di cuenta de que el temor me obligaba a seguir adelante y a enfrentar la situación sin dejar que el pánico me invadiera y me paralizara.

Salimos nuevamente al sendero. El sol ya estaba bajo y el cielo tenía un color lila, casi violeta.

-Si no llegamos Pablo va a llorar –dijo Clara de pronto y sentí un extraño desasosiego en su voz. La miré sorprendida, Clara estaba despierta pero parecía sonámbula de nuevo. Lo que decía era un disparate. Capaz que siempre estuvo dormida, pensé.

-Pablo –dije al rato. ¿Quién es Pablo? –le pregunté como si no entendiera.

-Pablo... –repitió con una expresión rara, como hipnotizada. Tenía los ojos muy abiertos y otra vez la mirada ida. Pablo... Pablo... Pablo... Pablo... –y continuó repitiendo el nombre como si hablara para sí misma. Pensé que iba a volver a temblar. No podemos andar de noche, la noche confunde –agregó con un tono acongojado, sin contestar mi pregunta.

No quise insistir, me dio miedo que entrara en otra crisis, en ese momento supuestamente ella era la que podía sacarnos del mato. Clara apuró el paso y sin muchas ganas me adapté a su ritmo. El mato se fue haciendo menos y menos tupido y casi enseguida llegamos al sendero. Suspiré con alivio. Caminamos un rato más y llegamos a una zona descampada. A lo lejos se veían las luces de la fazenda. No entendí cual era el problema, porque era evidente que podíamos llegar sin dificultad hasta la casa si nos dirigíamos hacia las luces, pero Clara tenía los rasgos tensos y la boca apretada; los ojos seguían demasiado abiertos con una expresión de miedo. A mí nunca me había dado miedo andar de noche, más bien siempre me había gustado, y esa noche además de estar bastante clara, podíamos disfrutar mirando los millones de estrellas que brillaban sobre nuestras cabezas. También brillaba una luna creciente, finita, con un brillo amarillento.

No nos detuvimos hasta llegar a una especie de arroyuelo que nos cortó el paso. No recordaba haber pasado antes por un arroyo, así que le pregunté a Clara si estaba segura de que íbamos por el camino correcto. El sonido del agua al correr era rítmico, musical, y la luz de la luna formaba reflejos movedizos.


-No sé –dijo con voz de niña- tú sos la que tiene que saber-. “Esta mujer está totalmente esquizofrénica”, pensé con rabia.

-¿Por qué decís que yo tengo que saberlo si se supone que tú conocés este lugar más que yo? –le contesté en un tono seco, malhumorada.

No le presté más atención y me acerqué al borde para tratar de calcular la profundidad del cauce, aunque en la oscuridad era imposible darse cuenta de nada. Busqué a tientas algún palo para tantear el fondo del arroyuelo y encontré algo que parecía ser un pedazo de caña, bastante largo. Hundí la caña en el agua; por suerte era apenas una corriente de agua que a lo sumo nos llegaría a los tobillos y el fondo era duro, como de piedra. Debía ser una corriente de esas que se forman cuando llueve y que escurre el agua de zonas más altas.

-Vamos, que se puede cruzar –le dije, con un tono inflexible. Si no, vamos a pasar la noche acá. Y yo tengo hambre –agregué.

Ella revolvió en un bolsillo y sacó una galletita. Estiró la mano derecha y me la ofreció con una sonrisa infantil, como si buscara aprobación. Se le formaron hoyuelos en las mejillas y me miró con ojos grandes, pestañeando como una muñeca. Disimulé mi incomodidad, acepté el gesto, le agradecí y la comí. Era muy dulce y me sentí un poco mejor. Al sentir el gusto dulce me acordé de los chocolates. Abrí el bolso y le alcancé uno y abrí otro para mí. Comimos en silencio. Yo no había almorzado y supuse que ella tampoco. Después de cruzar el arroyuelo seguimos caminando hacia las luces. Seguimos calladas un buen rato. Yo no tenía ganas de hablar, no estaba de humor para escuchar más incoherencias. Clara iba unos pasos atrás de mí, y sin ganas, asumí que desde el anochecer me había convertido en guía.

La bolsa con la caja de música se me hacía cada vez más pesada y estuve dos o tres veces tentada de dejarla a un costado del camino. Por ahí no iba a pasar nadie y al día siguiente podría volver a buscarla. Pero no quise dejarla, no podía, la caja se había transformado en algo importante y me pareció que dejarla por ahí era como abandonar parte de mí. Además la había comprado para Angélico y se la quería entregar esa noche, cuando nos encontráramos.

Desde que había oscurecido se escuchaban chillidos, gruñidos y aullidos desconocidos que procedían del mato. Me era imposible ubicar a qué clase de animal pertenecían. Traté de no darles importancia y de pensar que provenían de animales inofensivos. Unos pasos adelante nuestro se movió una sombra y un aleteo agitado nos sorprendió: un pájaro grande y oscuro salió volando y dando fuertes chillidos. Clara se acercó a mi costado de un salto y se aferró a mi brazo izquierdo. Sentí los dedos pequeños, crispados, apretando mi antebrazo. Pese a que el corazón me palpitaba con fuerza la tranquilicé diciéndole que no tuviera miedo, que no nos iba a pasar nada.

Nos fuimos acercando a la casa y de a poco se fue apoderando de mí la certidumbre de que esa no era la casa de Angélico. La evidencia me deprimió y tuve ganas de sentarme bajo un árbol y no moverme más. Cerrar los ojos. Conseguí dominarme. Con gran pesar observé que era una construcción más pequeña y parecía tanto o más antigua que la otra. “Por lo menos salimos del mato”, pensé, “y alguien vivirá acá y nos podrá llevar a la fazenda de Angélico o indicarnos el camino”.

Se veían luces tenues a través de las ventanas. Al llegar a la puerta principal golpeé sobre la madera pero nadie contestó. Probé a golpear de nuevo con más fuerza pero el sonido de mis nudillos contra la madera dura apenas se oyó. Reparé en la campana de bronce que colgaba al costado de la puerta. La hice sonar, el repicar se escuchó nítido y vibrante y demoró un rato en silenciarse. Esperamos mirando ansiosas hacia la puerta. Nadie contestó, nadie apareció.

Sin evaluar demasiado las consecuencias tanteé el tirador. La puerta se abrió con un chirrido a goznes secos. “¡Hola! ¡Buenas noches!” dije en voz bien alta. Me contestó un silencio absoluto. Clara no dijo nada, siguió callada, pegada a mi costado izquierdo. Entré y me siguió como una sombra. Recorrimos una especie de hall o pasillo ancho y luego llegamos a una habitación amplia y limpia, con sillones y cuadros y alfombras y mesitas y vitrinas con cristalería y platería y todos los demás objetos útiles e inútiles que puede haber en un estar de una casa.

-Buenas noches –dije de nuevo en un tono bastante alto- ¿Hay alguien acá?

Todo siguió en silencio. Además de muebles lo que había, sin duda, era silencio. Dejé la caja de música sobre un aparador y sentí la convicción de que había encontrado el lugar donde debía estar. Tuve la seguridad de que ese era el lugar correcto, su lugar.

Recorrimos la planta baja: pasamos por un comedor donde había una mesa de caoba rodeada de sillas. Sobre la mesa brillaban dos candelabros de plata con velas encendidas y había un florero de cristal con un enorme ramo de flores de distintos colores que exhalaban un perfume dulzón; luego entramos a una especie de estar íntimo, y más adelante a un escritorio con una gran biblioteca de roble llena de libros con tapas de cuero, algunos fileteados de dorado.

Antes de entrar a cada una de las habitaciones yo repetía con voz fuerte “buenas noches, con permiso”. En ningún momento me contestó nadie. Volvimos al estar y atravesamos un pasillo y encontramos una escalera, a la derecha de la escalera había una puerta que supuse que llevaba a la cocina. Subimos a la planta alta: en todas las habitaciones había candelabros con una o dos velas encendidas; los dormitorios estaban limpios y aireados, las camas tendidas, y sobre las mesas de luz había unos pequeños floreros de cristal con flores blancas, frescas y perfumadas.

Caminé en silencio y Clara también, sin cambiar de actitud: siempre unos pasos detrás de mí. La puerta del baño estaba abierta. En el centro de la habitación había una gran bañera de hierro esmaltado con patas que imitaban garras de león. Estaba preparada para un baño, llena casi hasta el borde de agua tibia donde flotaban unas ramitas de yuyos aromáticos. El vapor se elevaba como una nube sutil hacia el techo. Sobre un estante, había toallas blancas apiladas. Sentí un fuerte deseo de sumergirme en el agua tibia.

Bajamos la escalera y seguimos husmeando, abrimos la puerta que daba a una cocina amplia. El fogón estaba encendido y sobre una hornalla de la gran cocina de hierro humeaba una cacerola. Había olor a sopa de pollo y choclo, apio, laurel y algún otro aroma que no pude reconocer, pero muy era tentador y estábamos con hambre. En el centro de la cocina había una gran mesa de madera rodeada de sillas también de madera. Las ollas y sartenes brillaban colgadas de una ganchera de bronce, al lado del fogón.

Fuimos hasta el fondo de la cocina, y atravesamos un pequeño corredor que daba a unas habitaciones que parecían de servicio, equipadas con muebles más rústicos y menos objetos inútiles. Esas habitaciones también estaban vacías.

Clara seguía atrás de mí tan silenciosa y retraída que de vez en cuando me daba vuelta para cerciorarme de su presencia; como ya estaba acostumbrada a sus reacciones inesperadas no me preocupé, pensé que en cualquier instante cambiaba de actitud.

Recorrimos todos los rincones de la casa sin encontrar a nadie. Yo seguía sin saber qué hacer, y en ese momento era imposible consultarlo con Clara. Si nos quedábamos, cuando llegaran los dueños de casa podrían molestarse por el atrevimiento. Pero tampoco podíamos irnos, yo no tenía idea para dónde ir, y Clara seguía alelada.

Me senté a la mesa de la cocina y apoyé los codos sobre la tabla. Me agarré la cabeza con las manos, me apreté las sienes, cerré los ojos y pasé los dedos por las cejas, masajeando hacia el centro y hacia afuera, con un gesto maquinal. Me hamaqué a derecha e izquierda con los ojos cerrados, sin soltar mi cabeza. Quise llorar y gritar y salir corriendo. Me sentía sobrepasada y excedida. No sé cuánto tiempo pasé hamacándome, aturdida. Mis pensamientos iban y venían sin claridad, incoherentes, hasta que de pronto me sentí invadida por una extraña sensación de normalidad. Como si mi sentimiento de desazón e impotencia fuera algo habitual, algo que me sucedía a diario.

-Angélico… ¿por qué no estás acá? Te extraño… -murmuré, al borde de las lágrimas.

Levanté la vista y vi a Clara que se dirigió resuelta hacia un mueble de madera, abrió un cajón y sacó un mantel blanco, volvió y lo extendió sobre la mesa, en silencio. Apenas se oía el rozar de los pies vendados contra el piso de madera, mezclado con el crepitar de la leña que ardía en el fogón y el ruido del caldo que hervía con grandes burbujas sonoras. Cuando terminó de estirar el mantel me miró y me sonrió. Se acercó y me abrazó, me acarició la cabeza. Le sonreí entre lágrimas. Clara fue hasta el otro extremo de la cocina y abrió una alacena y sacó dos panes redondos y dorados y los colocó sobre el mantel, envueltos en servilletas blancas. Dio media vuelta y caminó hacia la despensa, una puerta baja, pintada de blanco, del color de la pared. La abrió y entró.

Me levanté y me acerqué para ayudarla, entré atrás de ella al espacio alargado, colmado de fiambres, conservas y vinos. Angélico hacía traer todos los años vinos desde Italia, y la bodega siempre estaba llena. Elegimos con cuidado el pernil de cerdo que parecía más a punto y lo sacamos del tacho de salmuera entre las dos, esquivando los quesos, las longanizas, las facturas secas colgadas de ganchos. Al intentar colgarlo de un gancho golpeamos un cacho de bananas verdes y casi nos caemos y el cacho se bamboleó y casi hace caer al piso toda una hilera de frascos con conservas de tomate y de guayabas en almíbar. Nos reímos. De otros ganchos colgaban las ristras de ajos y de cebollas, otras de ajíes pequeñitos y rojos, atados de hierbas aromáticas y una gran jaula de alambre llena de huevos rosados.

Clara agarró una cuchilla grande que sacó de un cajón, cortó un trozo del pernil y lo colocó sobre una tabla de madera y cortó unas cuantas rebanadas de jamón, finas y rojas, y unos trozos de queso. Colocó todo sobre una fuente que trajo de la alacena y la llevó a la mesa, sonriente, junto con una botella de vino. Yo llevé dos copas mientras ella fue hasta el fogón, destapó la cacerola y con un cucharón llenó dos platos de sopa que estaban al costado de la cocina y los dejó ahí, humeantes.

Nos sentamos y probamos el jamón. Estaba perfecto. Nos miramos felices, los jamones ya no nos quedaban mal. Serví vino en la copa de Clara y en la mía, desde la contaminación de los aljibes de Santa Clara no tomábamos nunca agua del aljibe, ni siquiera hervida. Juntábamos agua de lluvia en tachos y la usábamos para cocinar. Pero no la tomábamos, teníamos miedo de tomar agua.

Terminamos el fiambre y el pan y Clara trajo dos platos llanos y dos cucharas, los dejó sobre el mantel y fue a buscar los platos de sopa y los colocó con cuidado sobre los platos llanos.

Después se sentó y comenzó a tomar la sopa, a pequeños sorbos. La imité, estaba hambrienta, y la sopa, deliciosa. El vino tenía un sabor fuerte y seco. Cuando terminamos la sopa Clara se levantó, recogió los platos vacíos y el resto de la vajilla y los llevó hasta la pileta. Dobló el mantel y lo guardó en el cajón. Puso las sobras en un cuenco y se los dio a Carbón que salió moviendo la cola de debajo de la cocina de hierro. Clara le acarició la cabeza, se sentó en el piso y jugó un rato con él. Después se paró y fue hasta la puerta de la cocina. El perro fue atrás de ella, dando saltos y sin dejar de mover la cola. Clara abrió la puerta y lo dejó salir. Él salió disparado, ladrando furioso. Era gracioso verlo tan enojado: era muy pequeño, negro y peludo. “No demores, Carbón”, gritó Clara y cerró la puerta. Luego vino hacia mí y me dio un abrazo y un beso en la frente, sonriendo.

-Hasta mañana, madre –me dijo, con voz de sueño- que descanse. La abracé y me paré, caminé atrás de ella para ayudarla. Subió la escalera y entró a su dormitorio. Se sentó sobre la cama de bronce que pareció quejarse con un sonido metálico; le desprendí el vestido y la ayudé a quitárselo y se vistió con el camisón que estaba doblado debajo de su almohada. Se sentó en la cama, trenzándose el pelo y me acuclillé a su lado para ayudarla a sacarse las vendas de los pies, le di un masaje suave con una crema curativa. “Mañana no te van a doler más, querida”, le aseguré. Se acostó y se metió entre las sábanas, bostezó y cerró los ojos. Me acerqué a la cama, quité el cubrecama de flores, lo doblé y lo apoyé sobre el sillón verde. La respiración de Clara era pausada, ya estaba dormida profundamente. Le di un beso en la frente, susurré “que Dios te bendiga” y salí de la habitación en silencio.

Volví a la cocina y fui hasta la pileta. Me puse el delantal, saqué el jabón y lavé la vajilla, saqué un repasador del cajón y sequé todo, guardé cada cosa en su sitio. Barrí las migas que habían caído bajo la mesa, y ordené la despensa.


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23.7.08
  23 de julio 08, miércoles.

Fui a la ENBA a la clase de filosofía con Anabel pensando que era jueves, mais nâo… era quarta… así que me volví a casa, por suerte, porque tenía mil problemas horribles que solucionar. Digo horribles porque todos los problemas son horribles, sin ánimo de paralelear con ningún otro problema. Aclaro el punto porque supongo que a cada uno su propio problema le parece peor que el del otro, pero… quién juzga, eh! Deus? Yo pasé por lo que se podría decir problemas horribles y problemas máso, pero para mí todos fueron horribles hasta que pasaron. Que tuve la suerte de que pasaran. Bué. La cosa es que este día aciago tuve un nudo en el estómago un bueneeen rato (y espero poder cobrárselo al culpable –que Deus determine-, mais… me domina la sed de venganza).

A la vuelta pasé por el Parque a ver como estaba mi amiga, si seguía en su lugar pese a los avisos de temporal y de vientos huracanados. Y sí, seguía ahí, con algunas ramas nuevas sosteniendo su cáscara. Anoche escuché por la radio que a los sin techo que nunca quieren abandonar la calle (y sus cosas, claro) los habían trasladado contra su voluntad a refugios. No sé… no sé si a ella la encontraron… creo que si alguien no sabe que ahí abajo vive una mujer no lo nota. Aunque en Montevideo no debe haber quien no la conozca.



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  22 de julio 08, martes.

Cociné. Me vino la fiebre de madre alimenticia e hice pan con pasas, canela y miel, guiso de lentejas, cociné las espinacas y las acelgas. Y basta. Nada más. Fue bastante. Después miré tele.

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22.7.08
  21 de julio 08, lunes.

Nada. Me desperté super tarde y llegué tarde a lo de Gabriela, mi psicóloga. Después tuve un día de locos y le presté la cámara a Ale que se iba a visitar un vivero y quería sacar fotos.

Como hace muuucho que no subo nada de la novela y quedó truncada, ahora va el capítulo 17 de “Santa Clara (un espacio oscuro):

(Se ve que nadie la lee porque nadie protestó cuando dejé de publicar capítulos, pero no importa, ahí estará, para alguien o para nadie).

17

Cuando nos encontramos Clara me saludó con un gesto, y sin pronunciar palabra se sentó sobre el pasto a la sombra de un arbusto. Me senté junto a ella y aproveché para estirar las piernas. El pasto estaba mojado por la lluvia pero no me importó, no dejaba de hacer calor y mi vestido seguía húmedo. Puse el bolso sobre las piernas y lo abrí: por suerte era de un material sintético y la caja de música estaba seca. Clara dijo que quería mostrarme algo. Por primera vez habló con voz normal, sin ronronear, ni temblar. Parecía otra Clara. Intrigada, aunque con algo de recelo (considerando que Clara era imprevisible) le pregunté qué quería mostrarme.

-Seguime –dijo y se dirigió gateando hacia el mato-. Volvió la cabeza hacia mí, supuse que para ver si la seguía. Yo dudé. Clara no me inspiraba confianza-. Vamos, no pasa nada –insistió, como si se diera cuenta de mi aprensión. No tengas miedo, conozco este lugar desde hace muchísimo tiempo.

Finalmente pudo más mi curiosidad y fui atrás de ella con prevención. Nos internamos en el mato. Ella iba delante de mí con los pies envueltos en las vendas, un poco levantados como si no quisiera ensuciarlos; las manos también las tenía vendadas aunque las apoyaba como si no le importara. El pelo era una cascada de rizos casi blancos que le llegaba a la cintura y flotaba sobre su espalda y a sus costados, como suspendido en el aire.

Aspiré con fruición el aroma intenso de las flores, de la tierra húmeda. Me pareció que la vegetación se abría para dejarnos pasar, o que ella sabía por donde se podía caminar sin necesidad de machetes. Miré para atrás, la vegetación parecía tan cerrada como a los costados. Pensé que si hubiera querido volver me hubiera sido imposible, la única posibilidad que tenía en ese momento era seguir atrás de Clara y esforzarme por no perderla de vista.

Ella avanzaba rápido, siempre gateando y por momentos yo tenía que trotar un poco para que no se alejara demasiado, no quería perderla de vista, me daba pavor la idea de quedarme ahí sola. La vegetación se cerraba también sobre nuestras cabezas como una cúpula verde, y el lugar por más que avanzáramos siempre estaba sombrío, aunque algunos rayos de sol se filtraban oblicuos a través de las hojas. Me llamó la atención el silencio del mato, siempre ruidoso. Solamente se escuchaba nuestro trote, una especie de chapoteo crujiente sobre la tierra mojada y las hojas que yo aplastaba con los pies y Clara con las rodillas y las manos; y el silbo de las hojas y ramas que rozaban nuestros cuerpos.

-¿Falta mucho? -le pregunté jadeando. No me contestó. Sentí un ardor fuerte en el hombro derecho, en el lugar donde llevaba colgado el bolso. Miré la zona dolorida sin dejar de caminar y noté que tenía una llaga abierta en el lugar donde se apoyaba la correa. Me descolgué el bolso del hombro y lo cargué con ambos brazos contra mi pecho, no pensaba perder la caja de música. Seguí trotando atrás de Clara un buen rato. Mi percepción del tiempo y del espacio se había alterado. Pueden haber pasado horas, o días, o años. Podría haber dado la vuelta al mundo a través del mato, atrás de Clara. Ella daba vuelta la cabeza a cada rato y me buscaba con la mirada, seguramente para constatar que no me había quedado atrás. Por fin se detuvo. Me miró, y con una expresión de felicidad en la cara dijo: “Acá está, llegamos”. Yo miré a nuestro alrededor y no comprendí qué podía tener ese lugar para ser diferente a cualquier otro tramo del camino que habíamos recorrido. No vi más que mato y más mato.

-Vení, acercate –dijo en un tono muy bajo, casi un susurro. Me acerqué despacio. Ella se adelantó unos pasos y retiró hacia los costados unas hojas anchas y enormes, dejando ver una laguna que parecía una piscina natural de agua clara y transparente. Miré la pequeña cascada que la alimentaba, el agua caía desde un morro de piedra de color rosa, rodeado de vegetación. El morro estaba frente a nosotras, al otro lado de la laguna.

Me adelanté y me agaché a su lado, asombrada y aturdida: realmente el paisaje era precioso. Un “¡ahhhh!”, colmado de admiración brotó de mi garganta. La mirada de Clara se detuvo en mi hombro lastimado y su rostro adquirió una expresión de dolor; se inclinó y me pasó amorosamente tres o cuatro veces la lengua por la herida. Tenía una lengua suave, aterciopelada, y el contacto me calmó el ardor de inmediato.

Los demás morros que rodeaban la laguna también estaban cubiertos de vegetación; en algunas zonas las hojas verdes rozaban el agua. Me asombré de la cantidad de tonos de verde: verdes brillantes, opacos, amarillentos, azulados, más oscuros o más claros, que también se reflejaban en el espejo de agua junto con los colores de las flores tropicales. Frente a nosotras, un poco más abajo, había una roca plana y amplia.

Bajamos a la roca por una especie de escalera natural, de piedra. Clara se sentó y se desnudó, se sacó las vendas de los pies y los metió en el agua. Cerró los ojos y sonrió con un gesto que transmitía placer. Sin sacar los pies del agua se acostó boca arriba, los brazos extendidos, dejando que el sol le diera de lleno sobre el cuerpo. Me llamó la atención que no ronroneara. Me descalcé y me senté sobre la roca tibia, que tenía una textura seca y lisa. Clara se inclinó hacia adelante y se dejó caer al agua, que formó ondas circulares a su alrededor. El agua era muy transparente y se podía ver el cuerpo, el movimiento de los brazos en círculo. Movía las piernas sin cesar para no hundirse.

-¿No te da miedo meterte ahí? –le pregunté, asombrada- capaz que hay pirañas o yacarés, o algo peor. Se rió con una risa fresca, infantil.

-Siempre me baño acá –me contestó- vamos, no tengas miedo, es divino. No hay peligro. Extendió la cabeza hacia atrás y se puso a hacer la plancha. Si sabés nadar, no hay problema –agregó, mientras flotaba con los brazos en cruz- porque es profundo, no hacés pie en ninguna parte de la laguna.

Yo dudé un poco, pero al ver que no la devoraba ninguna piraña, ni aparecían boas ni sapos ni yacarés, me decidí. Hacía mucho calor y yo estaba transpirada y cansada, y el rumor del agua provocado por los movimientos de Clara era tentador.

Me saqué la ropa y la dejé a un costado, sobre el bolso, y me zambullí. El agua fresca me envolvió. Realmente era una delicia. El agua era dulce y transparente, se veía nítido el fondo de piedras redondeadas. Nadé por abajo del agua viendo el ondular de mi cabellera negra, miré hacia arriba para ver los rayos de sol que reflejaban círculos refulgentes en la superficie.

Moví las piernas y me dejé ir hacia arriba hasta sacar la cabeza fuera del agua y miré en derredor. Clara estaba sentada sobre una roca a la derecha de la cascada, los ojos entrecerrados, cantando con voz suave. Cantaba en un idioma que no reconocí, pero la canción era dulce y triste. Nadé hacia ella.

Me acerqué a la roca, me trepé y caminé hacia la cascada; las piedras eran llanas y se podía caminar sin dificultad sobre ellas, no tenían ese musgo que hace que las piedras mojadas se pongan resbalosas.

Me paré debajo de la caída del agua, demorándome un rato para sentir el golpeteo de agua sobre los hombros y la espalda. La cascada no tenía demasiada altura, por lo que el agua me masajeaba con delicadeza y el sonido era suave y sedante.

Atravesé la cascada y entré a una especie de cueva de piedra, no muy grande, más o menos de mi altura, aislada del sol. Me senté y me recosté contra la roca, ahí sí había musgo, un musgo espeso pero no resbaloso, parecía una alfombra verde. A través de la cortina de agua vi la figura de Clara que se paraba. Caminó hacia la cascada y la atravesó. Me acordé de los ronquidos y sonreí, realmente contrastaban con su imagen. Ella se acercó, se sentó a mi lado, apoyó la cabeza sobre mi vientre y siguió cantando.

Le pasé una mano por la cabeza, parecía una niña desvalida. Se rió y me abrazó, su risa era contagiosa y yo también me reí. Rodamos abrazadas sobre el musgo sin dejar de reír. Sentí la caricia entre las piernas, su mano pequeña se movía con dulzura. Yo también la acaricié y seguimos abrazadas riendo y acariciándonos. El aroma del musgo se mezcló con el olor a mujer y las piernas y los cuerpos se entrelazaron, gozando. Más tarde nos quedamos dormidas, boca arriba, con el agua fresca de la cascada salpicando pequeñas gotas sobre los cuerpos.

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21.7.08
  20 de julio 08, domingo.

Por fin me decidí y fui a ver la exposición de Miró, el último día antes de que la bajaran. Valeu, claro, offffcorsssss. Sofi y Franca hicieron unas visitas guiadas.









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  19 de julio 08, sábado.

Sin registros. Así que sigo con el tema Belleza y subo una foto de Selva Azul, la hijita Bellísima de Anabel.

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TERESA PUPPO 2008

Nombre:
Lugar: Montevideo, Uruguay
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