AUTORRETRATO http://08
22.7.08
  21 de julio 08, lunes.

Nada. Me desperté super tarde y llegué tarde a lo de Gabriela, mi psicóloga. Después tuve un día de locos y le presté la cámara a Ale que se iba a visitar un vivero y quería sacar fotos.

Como hace muuucho que no subo nada de la novela y quedó truncada, ahora va el capítulo 17 de “Santa Clara (un espacio oscuro):

(Se ve que nadie la lee porque nadie protestó cuando dejé de publicar capítulos, pero no importa, ahí estará, para alguien o para nadie).

17

Cuando nos encontramos Clara me saludó con un gesto, y sin pronunciar palabra se sentó sobre el pasto a la sombra de un arbusto. Me senté junto a ella y aproveché para estirar las piernas. El pasto estaba mojado por la lluvia pero no me importó, no dejaba de hacer calor y mi vestido seguía húmedo. Puse el bolso sobre las piernas y lo abrí: por suerte era de un material sintético y la caja de música estaba seca. Clara dijo que quería mostrarme algo. Por primera vez habló con voz normal, sin ronronear, ni temblar. Parecía otra Clara. Intrigada, aunque con algo de recelo (considerando que Clara era imprevisible) le pregunté qué quería mostrarme.

-Seguime –dijo y se dirigió gateando hacia el mato-. Volvió la cabeza hacia mí, supuse que para ver si la seguía. Yo dudé. Clara no me inspiraba confianza-. Vamos, no pasa nada –insistió, como si se diera cuenta de mi aprensión. No tengas miedo, conozco este lugar desde hace muchísimo tiempo.

Finalmente pudo más mi curiosidad y fui atrás de ella con prevención. Nos internamos en el mato. Ella iba delante de mí con los pies envueltos en las vendas, un poco levantados como si no quisiera ensuciarlos; las manos también las tenía vendadas aunque las apoyaba como si no le importara. El pelo era una cascada de rizos casi blancos que le llegaba a la cintura y flotaba sobre su espalda y a sus costados, como suspendido en el aire.

Aspiré con fruición el aroma intenso de las flores, de la tierra húmeda. Me pareció que la vegetación se abría para dejarnos pasar, o que ella sabía por donde se podía caminar sin necesidad de machetes. Miré para atrás, la vegetación parecía tan cerrada como a los costados. Pensé que si hubiera querido volver me hubiera sido imposible, la única posibilidad que tenía en ese momento era seguir atrás de Clara y esforzarme por no perderla de vista.

Ella avanzaba rápido, siempre gateando y por momentos yo tenía que trotar un poco para que no se alejara demasiado, no quería perderla de vista, me daba pavor la idea de quedarme ahí sola. La vegetación se cerraba también sobre nuestras cabezas como una cúpula verde, y el lugar por más que avanzáramos siempre estaba sombrío, aunque algunos rayos de sol se filtraban oblicuos a través de las hojas. Me llamó la atención el silencio del mato, siempre ruidoso. Solamente se escuchaba nuestro trote, una especie de chapoteo crujiente sobre la tierra mojada y las hojas que yo aplastaba con los pies y Clara con las rodillas y las manos; y el silbo de las hojas y ramas que rozaban nuestros cuerpos.

-¿Falta mucho? -le pregunté jadeando. No me contestó. Sentí un ardor fuerte en el hombro derecho, en el lugar donde llevaba colgado el bolso. Miré la zona dolorida sin dejar de caminar y noté que tenía una llaga abierta en el lugar donde se apoyaba la correa. Me descolgué el bolso del hombro y lo cargué con ambos brazos contra mi pecho, no pensaba perder la caja de música. Seguí trotando atrás de Clara un buen rato. Mi percepción del tiempo y del espacio se había alterado. Pueden haber pasado horas, o días, o años. Podría haber dado la vuelta al mundo a través del mato, atrás de Clara. Ella daba vuelta la cabeza a cada rato y me buscaba con la mirada, seguramente para constatar que no me había quedado atrás. Por fin se detuvo. Me miró, y con una expresión de felicidad en la cara dijo: “Acá está, llegamos”. Yo miré a nuestro alrededor y no comprendí qué podía tener ese lugar para ser diferente a cualquier otro tramo del camino que habíamos recorrido. No vi más que mato y más mato.

-Vení, acercate –dijo en un tono muy bajo, casi un susurro. Me acerqué despacio. Ella se adelantó unos pasos y retiró hacia los costados unas hojas anchas y enormes, dejando ver una laguna que parecía una piscina natural de agua clara y transparente. Miré la pequeña cascada que la alimentaba, el agua caía desde un morro de piedra de color rosa, rodeado de vegetación. El morro estaba frente a nosotras, al otro lado de la laguna.

Me adelanté y me agaché a su lado, asombrada y aturdida: realmente el paisaje era precioso. Un “¡ahhhh!”, colmado de admiración brotó de mi garganta. La mirada de Clara se detuvo en mi hombro lastimado y su rostro adquirió una expresión de dolor; se inclinó y me pasó amorosamente tres o cuatro veces la lengua por la herida. Tenía una lengua suave, aterciopelada, y el contacto me calmó el ardor de inmediato.

Los demás morros que rodeaban la laguna también estaban cubiertos de vegetación; en algunas zonas las hojas verdes rozaban el agua. Me asombré de la cantidad de tonos de verde: verdes brillantes, opacos, amarillentos, azulados, más oscuros o más claros, que también se reflejaban en el espejo de agua junto con los colores de las flores tropicales. Frente a nosotras, un poco más abajo, había una roca plana y amplia.

Bajamos a la roca por una especie de escalera natural, de piedra. Clara se sentó y se desnudó, se sacó las vendas de los pies y los metió en el agua. Cerró los ojos y sonrió con un gesto que transmitía placer. Sin sacar los pies del agua se acostó boca arriba, los brazos extendidos, dejando que el sol le diera de lleno sobre el cuerpo. Me llamó la atención que no ronroneara. Me descalcé y me senté sobre la roca tibia, que tenía una textura seca y lisa. Clara se inclinó hacia adelante y se dejó caer al agua, que formó ondas circulares a su alrededor. El agua era muy transparente y se podía ver el cuerpo, el movimiento de los brazos en círculo. Movía las piernas sin cesar para no hundirse.

-¿No te da miedo meterte ahí? –le pregunté, asombrada- capaz que hay pirañas o yacarés, o algo peor. Se rió con una risa fresca, infantil.

-Siempre me baño acá –me contestó- vamos, no tengas miedo, es divino. No hay peligro. Extendió la cabeza hacia atrás y se puso a hacer la plancha. Si sabés nadar, no hay problema –agregó, mientras flotaba con los brazos en cruz- porque es profundo, no hacés pie en ninguna parte de la laguna.

Yo dudé un poco, pero al ver que no la devoraba ninguna piraña, ni aparecían boas ni sapos ni yacarés, me decidí. Hacía mucho calor y yo estaba transpirada y cansada, y el rumor del agua provocado por los movimientos de Clara era tentador.

Me saqué la ropa y la dejé a un costado, sobre el bolso, y me zambullí. El agua fresca me envolvió. Realmente era una delicia. El agua era dulce y transparente, se veía nítido el fondo de piedras redondeadas. Nadé por abajo del agua viendo el ondular de mi cabellera negra, miré hacia arriba para ver los rayos de sol que reflejaban círculos refulgentes en la superficie.

Moví las piernas y me dejé ir hacia arriba hasta sacar la cabeza fuera del agua y miré en derredor. Clara estaba sentada sobre una roca a la derecha de la cascada, los ojos entrecerrados, cantando con voz suave. Cantaba en un idioma que no reconocí, pero la canción era dulce y triste. Nadé hacia ella.

Me acerqué a la roca, me trepé y caminé hacia la cascada; las piedras eran llanas y se podía caminar sin dificultad sobre ellas, no tenían ese musgo que hace que las piedras mojadas se pongan resbalosas.

Me paré debajo de la caída del agua, demorándome un rato para sentir el golpeteo de agua sobre los hombros y la espalda. La cascada no tenía demasiada altura, por lo que el agua me masajeaba con delicadeza y el sonido era suave y sedante.

Atravesé la cascada y entré a una especie de cueva de piedra, no muy grande, más o menos de mi altura, aislada del sol. Me senté y me recosté contra la roca, ahí sí había musgo, un musgo espeso pero no resbaloso, parecía una alfombra verde. A través de la cortina de agua vi la figura de Clara que se paraba. Caminó hacia la cascada y la atravesó. Me acordé de los ronquidos y sonreí, realmente contrastaban con su imagen. Ella se acercó, se sentó a mi lado, apoyó la cabeza sobre mi vientre y siguió cantando.

Le pasé una mano por la cabeza, parecía una niña desvalida. Se rió y me abrazó, su risa era contagiosa y yo también me reí. Rodamos abrazadas sobre el musgo sin dejar de reír. Sentí la caricia entre las piernas, su mano pequeña se movía con dulzura. Yo también la acaricié y seguimos abrazadas riendo y acariciándonos. El aroma del musgo se mezcló con el olor a mujer y las piernas y los cuerpos se entrelazaron, gozando. Más tarde nos quedamos dormidas, boca arriba, con el agua fresca de la cascada salpicando pequeñas gotas sobre los cuerpos.

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Comentarios:
La nouvelle es muy larga para seguirla...
 
Uy, gracias! por lo menos uno la ha mirado...
La idea es que copies los capítulos y si querés los imprimís y después los leés frente a la estufa. (O en el sillón)(O en el parque)(Bué, donde quieras)
 
algún día me voy a tomar el trabajo
va a costarme, pero...
 
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TERESA PUPPO 2008

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