AUTORRETRATO http://08
3.4.08
  02 de abril 08, miércoles.

Esta vez supe que era miércoles desde que empezó el día. Quería correr y no paraba de garuar, igual, tozuda, me puse un equipo y championes. Cuando estaba por desistir, dejó de llover y bajé a la Rambla; había mucho viento así que me cansé bastante. El mar estaba lindo, me gusta ver cuando sopla el viento fuerte (¿del sur, del sur este?) Y las olas se estrellan contra las rocas. Mientras corría me imaginaba ahí, llevada por las olas a estrellarme contra las rocas, disuelta en millones de fragmentos. Millones de Teresitas flotando como pinguinos minúsculos. Cuando era niña y vivía en Punta del Este me encantaba ir al muelle de Pinares los días de tormenta, al primero, en la 25 o 26, y zambullirme desde ahí, después dejar que las olas me sacaran. Iba sólo a eso. A zambullirme, salir, zambullirme, salir. Éramos el mar y yo, solos, en la playa. ¿O la mar y yo, solas, en la playa?




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  01 de abril 08, martes.

Hice unos registros de la mujer caracol (¿me moriré antes que ella?). Cuando pasa tiempo y no la veo siento angustia. Paso por el parque y controlo que siga ahí. En general la veo cada vez que voy a correr, aunque no la registre. Ayer, por primera vez, la saludé y me contestó el saludo.

Pensé que era miércoles y preparé el café y el lugar para el taller de corrección con Fernanda.
A las seis y media pensé “qué raro, no son tan impuntuales”. Una duda feroz me atravesó el cerebro. Abrí la computadora. Claro. Era martes. Las medidas de tiempo y yo nunca coincidimos. Merde. Eso me provoca conflictos y contratiempos, a veces irreparables y quedo mal con la gente, la dejo plantada, o me quedo plantada yo, porque voy a una cita un día que no es.









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1.4.08
  31 de marzo 08, martes.

Cumple de Fede!!

Fuimos al cumple, yo me fui temprano (diez y media) porque tenía marcada una reunión en lo de Inés con mis compañeros de escuela, y esas son sa-gra-das. En lo de Fede había pila de gente, amigos, familia… Salva estaba radiante y corría de un lado para el otro. La reunión en lo de Ine también estuvo buena, y llevé la cámara a los dos lugares y no hice ningún registro. Me olvidé, no sé qué pasó…

Así que va capítulo 6 de “Santa Clara (un espacio oscuro)”:


6


Cuando llegué a mi casa me puse a pensar en cuales serían mis siguientes pasos. “Tengo que ir a Santa Clara”, resolví mientras sacaba una manzana de la heladera. De eso no tenía la menor duda. Mientras le daba un mordisco a la manzana, llamé por teléfono a una compañía de ómnibus internacionales y le dije a la voz que me atendió que quería reservar un pasaje a Santa Clara, Brasil.

-¿Segura que quiere ir a Santa Clara? –escuché que contestaba la voz que sonó medio aflautada, con un tono que me pareció incrédulo o por lo menos sorprendido. No pude discernir si era una voz de hombre o de mujer.

-Claro –le dije, y ofendida aspiré hondo y al aspirar me atraganté con el trozo de manzana que tenía en la boca. Si le digo Santa Clara, es Santa Clara -continué medio ahogada, mientras intentaba escupir el trozo que se había atascado en mi garganta. Miré el tubo furiosa, con ganas de retorcerlo.

-Bueno, usted sabrá –contestó la voz, que sonó indiferente. Está reservado hasta las cinco de la tarde, el ómnibus sale a las seis –dijo, y colgó. Tosiendo, tiré la manzana a la basura.

Fui a mi habitación y elegí un bolso de viaje no demasiado grande, no quería cargar con mucha cosa. Metí unos cuantos vestidos livianos, algún short y camisetas sin mangas, dos pares de pantalones, sandalias que combinaran, sombreros, ropa interior, dos camisones, un salto de cama, traje de baño y chinelas (por las dudas) algún abrigo liviano también por las dudas, aunque en Brasil siempre hace calor, pero nunca se sabe. Me acordé de poner un paraguas, porque hace calor pero llueve. Puse dentro del neceser los elementos que consideré imprescindibles: cepillo de dientes, pasta, peines, shampoo, cremas para el cutis y para el cuerpo, repelente de insectos, pinza de cejas, maquillaje, broches para el pelo, collares, caravanas, un paquete de absorbentes higiénicos, pañuelos, un frasco de perfume fresco, tipo colonia.

Revisé todo y agregué algunas cosas más que pensé que podía necesitar, al terminar el bolso casi no cerraba. Me senté arriba y logré cerrarlo. Me arreglé el pelo, lo cepillé bien y lo envolví en un moño que sostuve con dos palos chinos. Me puse el vestido verde, el preferido de Pablo y unas sandalias bien sexys de cuero de víbora color violeta, de taco alto y fino. Me colgué un bolsito hindú con bordados también violetas para guardar ahí la plata, las tarjetas, los documentos y todo eso que nunca encuentro en el bolso de mano. En el bolso de mano puse otro neceser con un jaboncito, toallas refrescantes, un paquete de pañuelos descartables, un estuche de maquillaje básico (podía ser necesario), un peine y un libro, por las dudas de que me costara dormir durante el viaje.

A último momento agregué un chal de lana por si refrescaba en el ómnibus, porque me acordé que en esos coches uno siempre se muere de frío; “en verano prenden el aire acondicionado al máximo”, pensé mortificada, “y cuando es invierno ponen la calefacción tan alta que uno se muere de calor”. Como era verano y no tenía intenciones de enfermarme, busqué en el cajón de la cómoda dos pares de medias de lana y las metí junto con el chal dentro del bolso de mano.

A las cuatro y media, después de asegurarme que todas las puertas y las ventanas quedaban bien cerradas salí a la puerta con mi valija, al final había decidido que lo mejor era llevar una valija con ruedas, así que saqué la ropa del bolso y la pasé a una valija. Pero eso fue muy rápido, además la valija era más grande y no me costó nada cerrarla. Me pareció una buena decisión, no sabía cómo era el pueblo Santa Clara pero seguramente no era gran cosa y quién sabe si encontraba taxis, y tener que caminar cargando un bolso no iba a ser muy práctico.

Me paré en la vereda con el equipaje. Pasó un taxi y le hice señas. Cuando estacionó abrí la puerta delantera y coloqué la valija en el asiento y me subí atrás; le indiqué al conductor que me llevara hasta la terminal de ómnibus.

Estaba satisfecha, por fin tenía una pista y tenía la intuición de que la pista era correcta. El taxi fue zigzagueando entre los autos y los ómnibus, tocando bocina; el conductor era un energúmeno, le hacía señas obscenas a los otros coches, protestaba a los gritos e insultaba gesticulando con exageración. Era un hombre grande y fornido, de hombros muy anchos. En la nuca se le formaba un rollo de grasa. Cuando sacaba el brazo izquierdo para increpar a algún coche, se le marcaban los bíceps, redondos, gruesos.

-Oiga, mire que no pierdo el ómnibus ni estoy de parto –le grité, incómoda, a través de la mampara de acrílico. El chofer no me prestó atención, aunque masculló algo que por suerte no pude escuchar. En diez minutos estaba en la Terminal, bajando del coche con el estómago revuelto. Le pagué y bajé el equipaje que estaba en el asiento delantero; el hombre ni siquiera me ayudó a levantarlo. En venganza, no le di propina.

Entré a la Terminal y fui directo a la agencia de ómnibus internacionales, esperé que terminaran de atender a una señora, y cuando me tocó el turno saqué el pasaje y me fui a un barcito a tomar un refresco para sacarme el mareo.

La Terminal estaba repleta de gente que iba y venía, como siempre pasa en verano. Unos muchachos jóvenes con mochilas y tablas de surf esperaban recostados a una pared frente a mí. Algunos estaban sentados sobre las mochilas. Parecían uniformados, todos usaban bermudas muy largas y sandalias; y daban la impresión de estar divertidos, gesticulaban, se reían. Unas chicas muy bronceadas pasaron al lado de ellos, los saludaron y se quedaron charlando. Una de ellas, vestida con una pollera muy cortita y de talle bajo y una camiseta que le dejaba el ombligo al aire, abrazó a un muchacho y le dio un largo beso en la boca. Sentí algo de envidia y miré hacia otro lado, fastidiada.

Por fin llamaron a embarcar, fui hasta el andén que indicaron por los altoparlantes, despaché la valija y subí al coche con el bolso de mano colgado del hombro. Los asientos estaban casi todos ocupados, la mayoría de los pasajeros (por lo menos los que escuché hablar) eran brasileros.

Ubiqué mi lugar y me senté, del lado del pasillo. Acomodé el bolso a mi lado, prefería tenerlo a mano por si necesitaba algo. No le presté atención a mi compañero de asiento, que dormía acurrucado contra la ventanilla y tapado hasta la cabeza con una manta de viaje. Apenas lo miré, no estaba de humor para charlar con nadie. Incliné el respaldo hasta dejarlo casi horizontal y bajé el soporte acolchado para los pies; me acomodé, cerré los ojos y me dormí de inmediato, estaba agotada.

En la mitad del viaje me desperté con los ronquidos de la persona que iba a mi lado y sentí frío. “Ya sabía que iba a tener frío”, me dije luego de un instante de desconcierto, porque los ronquidos me habían sacado de un sueño en el que estaba en mi cama abrazada a Pablo después de hacer el amor, y demoré un poco en darme cuenta de que en realidad estaba en un ómnibus yendo hacia Santa Clara. “Pablo de mierda”, pensé.

Saqué del bolso el chal y las medias, me descalcé y me puse los dos pares de medias de lana, uno sobre otro, y me tapé con el chal. Miré hacia mi izquierda, desde donde provenían los ronquidos, que parecían cada vez más fuertes. La manta de viaje se había deslizado hasta el piso y me di cuenta, asombrada, que era una mujer. Nunca había escuchado a una mujer roncar de esa forma. Era menuda y tenía el pelo largo y rubio, de un rubio muy claro, casi blanco, y su tez también era muy blanca; eso le daba cierto aire angelical pese a los ronquidos.

Escuché un “chsssst” impaciente que venía del fondo del ómnibus así que sacudí a la mujer, que abrió los ojos con aire de sonámbula; dijo “qué bueno que está el mate, pasame una torta frita”, se dio vuelta, cerró los ojos y siguió durmiendo con cara de angelito. La mirada de sus ojos, de un color celeste casi transparente me hizo recordar a la alfombra de doña Lorena. Levanté la manta del piso y cubrí a la mujer, se me ocurrió que si se enfriaba capaz que se ponía a roncar otra vez. Me di vuelta y me dormí de nuevo.

Cuando el coche paró ya el sol entraba por las ventanillas; abrí los ojos al escuchar el ruido de los frenos, de nuevo creyendo que estaba en mi cama. Como la luz me encandiló, me tapé la cabeza con el chal y traté de meterme de nuevo en el sueño.

-Señorita. ¿Usted baja en Santa Clara, no es así? –escuché entre sueños una voz desconocida-. Es acá, ya llegamos. Señorita, estamos en Santa Clara –continuó la voz, insistente.

-Mmmm... –murmuré sin poder reaccionar. Casi al instante sentí unos golpecitos suaves en el hombro. Con pocas ganas abrí un ojo. No entendía nada. Estaba abrazada a la rubia que seguía durmiendo. “Señorita... estamos en Santa Clara...”, me repetí en silencio, como un eco, y enseguida llegó a mi cerebro un aguijón de odio. “Santa Clara”. “Pablo”. Me despabilé de inmediato. Me desprendí de los brazos de la rubia, que dijo “nos vemos esta Navidad en Constantinopla”, con los ojos de nuevo muy abiertos aunque enseguida los cerró y empezó a roncar de nuevo. Pensé que el sonido era más parecido a un ronroneo que a un ronquido.

Me saqué las medias, las guardé y volví a ponerme las sandalias.

-Sí –le dije al guarda, un muchacho de aspecto aniñado vestido con un uniforme azul, que seguía parado al lado mío y miraba a la rubia con cara de asombro-. Gracias, me bajo acá. Me paré, metí el chal adentro del bolso de mano y me lo colgué al hombro.

Cuando bajé me impactó la diferencia de temperatura. Miré el reloj: eran las ocho de la mañana y el sol ya estaba alto; sentí un calor ardiente en la piel.

-Buena suerte, señorita –me dijo el muchacho luego de alcanzarme mi equipaje, y volvió a subir sin darme tiempo a preguntarle hacia donde estaba el pueblo.

Cuando el coche se fue y se perdió en la lejanía me vino una espacie de vértigo. Un vaho de aire caliente y húmedo me envolvió. Me sentí como si estuviera sola en medio de la selva. “Ahora nomás sale un mono o un tigre o una boa de ese mato y me atacan”, pensé aterrada. “O un indígena de esos que achican cabezas. O una araña gigante y peluda”.

Me di cuenta que estaba parada bajo un cartel, me alejé unos pasos, levanté la vista y leí: “Bemvindos a Santa Clara”. El cartel estaba muy venido a menos y bastante descascarado pero lo pude leer sin gran dificultad. Sin duda, estaba en Santa Clara. Miré alrededor: un pequeño caserío se extendía hacia la derecha escondido entre la vegetación tropical.

Me encaminé hacia allí por el único sendero que había, sin ver otra alternativa, arrastrando la valija. Las ruedas giraban aunque no tanto como sobre el asfalto. El sendero era de pasto, una especie de trillo que parecía en desuso y casi oculto por la maleza. Era evidente que no era muy transitado.

Las casas de madera de colores vivos resaltaban sobre el verde del mato. Un perro ladró al olisquear mi presencia y algunas cabezas se asomaron por las ventanas. Unos chiquilines descalzos se aproximaron; parecían curiosos, y como hablaban todos a la vez no entendí ni una palabra de lo que decían. La mayoría tenía la piel oscura, pero de distintos tonos. Un chico de unos ocho o diez años, de ojos negros grandes y brillantes y cachetes redondos, con un cuerpo esbelto y bien formado se acercó a mí, y sonrió. Cuando sonrió mostró una hilera de dientes parejos, blanquísimos, que contrastaban con la piel oscura y tersa. Usaba un pantalón corto, de un color azul desvaído, que parecía haber sido lavado muchas veces. Me dijo algo que tampoco entendí. Le sonreí, con los labios unidos y moví la cabeza de un lado a otro, como para que se diera cuanta de que no lo había entendido.

-Alguéin, alguéin... –le dije mientras levantaba la mano derecha con la palma vuelta hacia abajo a la altura de mi frente intentando hacerle entender que buscaba a una persona mayor. Enseguida todos me imitaron cantando a coro, “alguéin, alguéin”, y levantaron todos la mano derecha y la pusieron sobre la frente a modo de visera o de saludo militar. Admití mi fracaso y decidí que tenía que encontrar otra forma de hacerme entender.

Continué caminando por el sendero, y ellos corrían a mi alrededor parloteando todos a la vez. Las voces infantiles eran agradables y el sonido del portugués me pareció suave y melodioso, aunque la sensación de incomunicación me provocaba un poco de paranoia. “Podrían estar insultándome”, pensé. Llegamos a un lugar que me pareció más céntrico porque las casas estaban más juntas, aunque todas tenían jardines muy prolijos con muchas plantas y flores exuberantes de colores variados: amarillas, rojas, lilas, anaranjadas, blancas.

Una de las casas, bastante descuidada, tenía colgados unos carteles que parecían haber sido de publicidad. Los carteles estaban tan viejos y descascarados como el cartel de bienvenida.

Tenía todo el aspecto de ser un almacén, así que me acerqué. La puerta estaba abierta, golpeé apenas el vidrio como para avisar que iba a entrar, y entré. Sentí un frescor agradable y aroma a limpio. Saludé con un “bom día” a la mujer que estaba atrás del mostrador, que me miró curiosa. Me devolvió el saludo con amabilidad sin dejar de observarme. Era alta y grandota, no diría que gorda pero bien dotada. Tenía puesta una solera que le cubría las rodillas, muy pasada de moda que resaltaba sus curvas. Le dije que estaba buscando unos uruguayos. “Castelhanos”, dijo. “Ea, castelhanos”, le contesté.

Mis conocimientos de portugués son muy rudimentarios, pero sabía por experiencia que con los brasileros uno se entiende hablando en español y en último caso haciendo alguna seña; aunque con los chiquilines la táctica de las señas me había fallado.

La mujer salió de atrás del mostrador y se quedó absorta mirando mis sandalias violetas sin disimulo. Me sentí un poco incómoda y fuera de lugar. Por fin, se movió y asomándose a la puerta llamó al muchacho de ojos grandes que estaba jugando con una pelota de goma cerca del almacén. “Veim pra acá, Joâocinho, le dijo. Cuando el chico se acercó le dijo algo que por el tono parecía ser una orden, y me indicó con las manos que lo siguiera.

-Vai, vai -me dijo acompañando el ademán con las palabras. Él salió corriendo delante de mí. Lo seguí luego de agradecerle a la mujer y atravesamos el poblado; vi ligeros movimientos en las ventanas de las casas, cortinas que se movían, rostros fugaces que aparecían y desaparecían antes de que pudiera retener los rasgos. “Curiosos”, pensé, “en todos los pueblos pasa lo mismo, seguro que van a estar días y días conjeturando sobre quién soy yo y qué hago acá”.

El chico y yo atrás de él arrastrando la valija de rueditas se dirigió hacia un sendero que parecía ser la continuación del sendero por el que yo había llegado, que también se notaba en desuso. Después de caminar un rato por una zona rodeada de vegetación llegamos a un lugar algo más descampado. Joâocinho trotaba, y de vez en cuando se daba vuelta y me hacía señas para que lo siguiera. Me costaba caminar, los tacos se enterraban en el pasto, pero aunque veía que mi guía iba descalzo no me animé a sacarme las sandalias por temor a pisar algún bicho nauseabundo, un alacrán, una araña, o alguna víbora blanduzca y húmeda.

Por fin, a lo lejos, vi una casa rodeada de un parque. La vegetación que la rodeaba también era frondosa. “Lá, ”, gritó el chico, y repitió “alguéin, alguéin” y puso la mano sobre la frente. Después me hizo adiós con la mano, dio media vuelta y salió corriendo hacia el pueblo. “Chau, Joâocinho, obrigada”, grité, sin saber si me había escuchado.

Caminé hacia la casa, exhausta, con los pies hinchados y arrastrando la valija, sentía que pesaba una tonelada: las rueditas se habían llenado de tierra y pasto y ya no giraban.

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31.3.08
  30 de marzo 08, domingo.

Salimos a caminar por la playa y nos dio calor, a la vuelta nos bañamos. Habíamos dejado las cosas sobre el tronco que trajo un día la marea (lindo para encontrarse con él de noche, navegando). Nos volvimos a Montevideo el domingo mismo, al atardecer. En este blog todo es al revés, ahora hay que subir las fotografías de a una o si no subir primero la que querés que vaya al final. Antes te daba otra opción, pero eso ya fue. Finiquitó. Caput. Es historia. Y bué.





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30.3.08
  29 de marzo 08, sábado.

Nos fuimos a Santa Lu. Cuando llegamos, un par de postigos ya estaban colocados, faltaba el otro. Comimos asado y después me dormí terrible siesta. De tardecita Ju y yo salimos a caminar por la playa. Aunque hacía frío la caminata nos dio calor. Hice huevos Gramajo, había comprado unas papas fritas tipo paille que vienen prontas y todo quedó buenísimo.
















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TERESA PUPPO 2008

Nombre:
Lugar: Montevideo, Uruguay
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