AUTORRETRATO http://08
17.5.08
  16 de mayo 08, viernes.

Ju se despertó con fiebre. Le dolía la garganta, así que se quedó en cama toda la tarde.

Sofi y Ale volvieron de Punta del Este, habían ido anoche a una despedida de primos para Fede. Pasaron super bien, se quedaron hasta las 8 am charlando con mi hermano Marcelo. Todos los sobrinos quieren pilas al “tío Marcelo”. Es el tío más joven que tienen.

Después de ir al banco a firmar el boleto de reserva –Ele se compró un apartamento, está feliz- pasaron por casa Elena y Fede. Fede se va a España el domingo. Va a estar dos días con Javier y después sale para Ibiza. También vino Martín, tenía clase en la universidad, pero el profesor no fue así que se quedó plantado.





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16.5.08
  15 de mayo 08, jueves.

No hay registros, me quedé sin pilas. Tengo que comprar pilas, tengo que comprar pilas, tengo que comprar pilas, tengo que comprar pilas, tengo que comprar pilas, tengo que comprar pilas, tengo que comprar pilas, tengo que comprar pilas, tengo que comprar pilas, tengo que comprar pilas, tengo que comprar pilas, tengo que comprar pilas, tengo que comprar pilas, tengo que comprar pilas, tengo que comprar pilas, tengo que comprar pilas, tengo que comprar pilas, tengo que comprar pilas, tengo que comprar pilas. A ver si me acuerdo.

Fue un día tranqui, fui a correr, el martes también –algo de mi laguna mental va desapareciendo. Busqué en Internet apartamentos o reciclajes para Sofi. Nada a nuestro alcance. Por ahora.

Va capítulo 16 de “Santa Clara (un espacio oscuro)”:


16

El camino de vuelta fue largo, parecía como si estuviera dentro de un espejismo, como si caminara y caminara y nunca llegaba a ver el final del mato y ni la fazenda. El calor del mediodía era muy pesado y el aire húmedo me dificultaba la respiración. Me dolía la cabeza. Seguí el trillo de pasto, sabía que iba en la dirección correcta, porque no había bifurcaciones, cuando fui hacia el pueblo me había fijado bien: ni una bifurcación, ningún camino lateral, solamente mato a ambos lados del sendero. Por el sol no podía guiarme hasta que bajara un poco; en ese momento estaba alto, en el cenit, y no había sombras que me guiaran hacia el oeste ni hacia ningún punto cardinal. Pero no me inquieté: era imposible equivocarse.

Vi unos nubarrones negros sobre los árboles. “Si se acercaran... no tendría que seguir caminando al sol”, pensé esperanzada. Se acercaron más rápido de lo que creí y de pronto cayó una intensa lluvia tropical sin goteo previo. El agua caía con un sonido compacto sobre el mato, sobre la tierra, sobre mí, empapando todo. No era una tormenta con viento, truenos, rayos. La lluvia caía vertical, como una cortina espesa. El sonido era fuerte y constante. Me saqué los lentes que con el agua no me dejaban ver nada y los guardé en el bolso.

Pese a que acercarme al mato me provocaba recelo pensé instintivamente en resguardarme en algún lado. Reparé en un árbol frondoso con la copa parecida a una sombrilla, de hojas color verde claro y grandes flores amarillas. El árbol estaba en una especie de claro cerca del sendero. Me acerqué con cuidado, observando donde pisaba con detenimiento. Mi ropa y yo chorreábamos; lo que me dio lastima fueron los botines que se habían embarrado y estaban empapados. Pensé en sacármelos pero decidí que ya era tarde. “A esta altura no se van a estropear más ni menos si me los dejo puestos y además”, me dije convencida, “capaz que con la lluvia salen las víboras, y aparecen arañas por todos lados”.

El árbol no me protegió nada porque también estaba empapado, y estar ahí debajo era igual o peor que estar al descampado, porque de las hojas amplias caían largos chorros de agua a pequeños intervalos. No hacía frío y de la tierra, del pasto, de la vegetación subía un vaho húmedo y cálido con aromas sutiles y penetrantes.

Decidí seguir caminando, total, más no me iba a mojar. Pero la lluvia fue corta. Cayeron unas pocas gotas más y luego paró tan abruptamente como había empezado. Brilló el sol. La vegetación mojada resplandecía y todos los colores se acentuaron. Sonaron cantos de distintas aves, chillidos, silbidos, superpuestos y aislados, el conjunto era a la vez hermoso y abrumador. De a poco se fueron acallando y se escuchó solamente el resonar monótono de las chicharras.

Caminé hasta llegar a la zona más descampada y reconocí el lugar: por fin, ya estaba cerca de la fazenda. Una víbora muy colorida cruzó el sendero adelante mío: era linda, de un color rojo medio anaranjado, no muy larga. No me provocó el pánico que hubiera esperado. La dejé cruzar y cuando se alejó un poco seguí caminando; la miré internarse en el mato, zigzagueando.

Me desaté el pañuelo y me saqué el sombrero empapado, me puse los lentes y caminé feliz, sintiendo que el sol me secaba la ropa y el pelo, que dejé que cayera suelto, sobre la espalda.

A lo lejos vi una figura que no alcancé a distinguir bien, parecía un perro bastante grande o una oveja, de un color casi blanco que resaltaba sobre el verde. La figura se acercaba. Me saqué los lentes oscuros para ver mejor pero el sol me encandiló. Cuando estuvo un poco más cerca me di cuenta de que no era un perro, sino Clara, que venía hacia mí, gateando.

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  14 de mayo 08, miércoles.

Fui al dermatólogo, porque tengo una especie de grano en la nariz cerca del ojo que es es-pan-to-so y además no es grano porque no evoluciona, es un montículo de piel más roja que el resto de mi piel, y me molesta mucho. Me molesta verlo, claro, no me duele, pero creo que preferiría que me doliera a tener que mirarlo todos los días al espejo, cada día lo veo más grande y más rojo, aunque sé que está igual desde hace dos meses más o menos. Estuvo peor cuando lo refregué y lo dejé en carne viva, a ver si se iba, arrepentido de haberse metido justo en mi cara. Pero no. Ni bola. Grano masoquista.


De noche estuve en el ESPACIO DE DIÁLOGO, esta vez dirigido por Enrique Aguerre, en Piedras y Misiones –lindo lugar para andar por ahí. La obra es una intervención en el espacio, de Agustina Rodríguez y Euguenia González. Vale la pena verla. En una de las obras invitaron 5 artistas y les pidieron que realizaran una obra, y el conjunto conforma su propia obra. La de ellas. De Agustina y Euguenia. Queda un poco confuso de explicar, pero es así. Cada artista puso un precio de venta, y el doble de la suma de todos es el precio de la de ellas. Unas chicas jóvenes que empiezan bien.










































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15.5.08
  13 de mayo 08, martes.

Día laguna, lago, océano profundo, tan profundo y oscuro que no recuerdo nada. Otro día común y corriente, como los otros días, esos que tienen registros que demuestran que ese día lo viví aunque no fuera especialmente recordable. Me gustan los días oscuros, olvidables. Qué habré pensado, valió la pena pasarlo, me dejó algo o le dejé algo. A quién.Capaz que estuve en otro lugar, esos otros lugares tan extraños que la mente sabe que existen y donde están. Que pena que el volcán del sur de Chile siga escupiendo polvo.

15

Encontré el almacén sin ninguna dificultad, miré los carteles descascarados, las paredes sucias y gastadas. La puerta estaba abierta, sin candado ni cadena; al parecer, la habían limpiado: ya no tenía polvo ni telarañas. Entré. La misma mujer, alta y robusta, con el pelo negro recogido en la nuca, estaba barriendo atrás del mostrador. Me saqué el sombrero y los lentes oscuros. Detrás de ella vi unas estanterías con alimentos enlatados y mercaderías varias. Sobre otros estantes había sábanas y toallas apiladas, zapatillas, botas, camisetas, jabones, facones, de todo un poco. Debajo de la estantería, apoyadas contra el muro blanco pintado a la cal, había unas bolsas grandes de arpillera con la parte superior enrollada, con porotos negros y blancos, morados y a pintas, alubias, lentejas, garbanzos, maíz, harina, arroz, azúcar.

-Bom día –le dije, intentando hacerme entender en portugués. Ella me miró con expresión extrañada y demoró un poco en reconocerme.

-Oi, bom día, Donha –me contestó después de observarme unos instantes, con una gran sonrisa. Cómo vai, tanto tempo que a senhora nâo aparecía por estos lares...

-Bem, obrigada –le dije, sin entender mucho sus palabras, pero era evidente que me había reconocido, lo que me tranquilizó. Traté mentalmente de armar la próxima frase para no equivocarme: “eu estaba procurando uma bebida e um regalo”. (No me acordé como se decía regalo en portugués)

-A senhora deseja um copo de agua –me preguntó solícita, sin separar los ojos de mi vestido. Lo escudriñaba como si se hubiera quedado hipnotizada.

- Melhor, uma coca –le contesté. Me miró extrañada como si no comprendiera. Um copo de agua, sim –agregué enseguida, para no complicar las cosas. La mujer sonrió, se inclinó apenas hacia mí y salió por la puerta que daba al fondo.

Oí con claridad el ruido de la tapa del aljibe, el chirrido fuerte y rápido de la cadena que bajaba, el sonido del balde al chocar contra el agua y luego el sonido entrecortado de la cadena haciendo girar la roldana al subir el balde, los golpes suaves y rítmicos del balde de latón contra las paredes del aljibe.

Enseguida apareció de nuevo y me alcanzó un vaso lleno hasta el borde de agua clara, apoyado sobre un plato de cerámica.

-Beim fresquinha –dijo con orgullo. Tomé el agua, realmente estaba rica, dulce y fresca. Me aplacó la sed.

-Obrigada, estaba muy rica –le dije al devolverle el vaso. Ella dijo algo así como “prazer”, y sonrió.

Ya estaba por despedirme, cuando me acordé que quería llevar chocolates para regalarles a los niños del pueblo, y un regalo para Angélico. Le pedí los chocolates y miré en derredor, buscando algo apropiado para Angélico.

A la izquierda del mostrador, un poco escondida, una vitrina me llamó la atención. Me acerqué y me dediqué a mirar su contenido. Los estantes estaban colmados de objetos. Desde relojes antiguos, cajas de música, muñecas de porcelana, cuchillos con mangos y vainas repujados en plata y oro, teteras inglesas, un samovar, muñecos a cuerda, cachilas de juguete, sombrillas de encaje para el sol, abanicos españoles, platos de cerámica portuguesa; parecía una vitrina de una casa de antigüedades.

Sin dudarlo y sin importarme que seguramente no fuera el regalo más adecuado para un hombre, elegí una caja de música de madera laqueada. La tapa tenía el dibujo de una estrella y el dibujo estaba trabajado con incrustaciones de maderas de distintos colores y pedacitos de nácar, como si fuera un mosaico.

Miré a la mujer que me observaba sonriente. Le señalé la caja y le pregunté cuánto costaba en mi rudimentario portuñol. “Cuanto dinheiro”, creo que le dije algo así.

-É um prazer pra mí dar de presente pra a senhora –dijo sonriente.

Supuse que me lo quería regalar y me negué, yo quería pagarlo. Ella insistió y me dijo otras cosas más que no entendí. Insistió tanto que finalmente lo acepté.

Abrió la vitrina y sacó la caja, la envolvió con un precioso papel de seda y me la entregó, con una sonrisa cariñosa. Abrí el bolso y me ayudó con delicadeza a acomodarlo.

-Obrigada –le contesté mientras me colgaba el bolso del hombro –y deje um saludo pra Joâocinho. Adeus Martinha, um prazer verla –agregué. Le dije Martinha a propósito, para comprobar si ese era realmente su nombre y si los datos de Angélico tenían alguna base.

-Adeus, Donha Clara –me contestó sin sorprenderse- a senhora pode voltar cuando quizer, sempre será beim recibida.

Me puse el sombrero y los lentes (ella observó los lentes de sol con gran atención) le sonreí, la saludé con la mano y me fui.

En el camino fui pensando en Martinha. “Bueno, lo del nombre puede ser casualidad”, me dije, “ella no es, decididamente, un fantasma. Capaz que es hija o nieta de Martinha y también se llama Martinha. Y esta caja está en mi bolso, es de madera, pesa, es un objeto que puedo tocar”. Para cerciorarme, metí una mano en el bolso y acaricié la caja a través del papel de seda con las yemas de los dedos. También toqué unos envoltorios pequeños, los palpé, y reconocí los chocolates que Martinha había agregado con delicadeza dentro del bolso sin que yo me diera cuenta. “Y el agua la tomé, estaba fresca y rica. Esto no es cosa de mi imaginación. Angélico está demasiado solo, y cuando uno está solo, se piensan cosas raras, se sienten cosas raras, se creen cosas raras”.

Atravesé de nuevo el pueblo sin apuro, los colores de las paredes de las casas me parecieron menos brillantes. Esta vez no vi rostros en las ventanas, ni que se movieran los visillos. Tampoco pude ver a los niños, me dio pena no encontrarlos para regalarles los chocolates. Me consolé pensando que podía volver y dárselos al día siguiente. Caminé más rápido, aunque sin exagerar, porque el bolso pesaba bastante y volví a sentir el ardor en el hombro. Recién en ese momento me di cuenta de que Marthina me había dicho Donha Clara, ese nombre estaba tan repetido que en ese momento no me llamó la atención. “Me habrá confundido o escuché mal”, pensé despreocupada.


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  12 de mayo 08, lunes.

Sofi cambió la campera gris por la negra. Creo que ahora la va a volver a cambiar por la gris.

Va capítulo 14 de “Santa Clara (un espacio oscuro)”:

14

Al abrir los ojos (me pareció que había dormido un rato largo) decidí ir a dar una vuelta por los alrededores. Todavía era temprano, supuse que serían las ocho o las nueve de la mañana –me había despertado sin el reloj en la muñeca y no me preocupé por encontrarlo; al contrario, no tener reloj me hizo sentir más relajada. Como si por el simple hecho de no tener conciencia del transcurrir de los segundos y los minutos y las horas, fuera más libre, y el tiempo transitara a mi ritmo.

Fui hasta mi dormitorio a buscar un sombrero o un pañuelo para protegerme del sol y al abrir el ropero vi unos botines. No los había visto antes pero supuse que serían de alguien que los había olvidado allí hacía mucho tiempo, porque eran muy antiguos (calculé que tendrían cincuenta o más años) aunque estaban limpios y sin polvo. Eran de cabritilla marrón y se ataban con cordones. Los tacos chatos me parecieron ideales para caminar. Me los probé, me llegaban hasta la mitad de la pantorrilla y me quedaron perfectos, eran justo de mi talle. El cuero de los botines era tan suave y dócil que sentí como si calzara un guante, ni siquiera necesitaba ponerme medias.

Decidí salir con ellos puestos, porque me erizaba salir a caminar de sandalias, pensando en las víboras y las alimañas que pudiera encontrar. Una cosa era caminar por el parque alrededor de la casa, que tenía el césped cortado muy prolijo, y otra dar una caminata más larga, alejarme de la fazenda a investigar un poco los alrededores, como era mi intención.

Agarré un sombrero de paja de ala ancha que vi en un perchero. Me lo puse y lo cubrí con un pañuelo rojo que anudé debajo del mentón, para que se mantuviera en su sitio. Me unté los brazos y la cara con un repelente de insectos que había llevado, por las dudas. No había visto mosquitos por ahí, pero eso era raro, porque sí había escuchado croar de ranas, y donde hay ranas, hay agua, y donde hay agua y calor hay mosquitos.

Busqué el bolso dejé dentro de él los lentes de sol, unos pañuelos descartables y metí unos billetes en el bolsillo interior. El resto de las cosas no las iba a necesitar, así que las guardé todas juntas en un cajón de la cómoda. Me colgué el bolso del hombro. Ya lista, salí al porche donde por supuesto Clara seguía roncando.

Me detuve un instante a resolver hacia qué lado salir y me pareció prudente volver a Santa Clara para reconocer bien el camino. Recordé que cuando habíamos ido en la camioneta con Angélico el camino me había parecido más largo que la primera vez que lo recorrí y me pareció que podía ser una buena idea recorrerlo de nuevo y precisar bien los detalles de los alrededores.

Al pensar en Santa Clara me dominó un fuerte deseo de volver a ver la gente del pueblo, asegurarme de que no había soñado ni alucinado, porque aunque me costara reconocerlo, la tarde anterior yo misma había llegado casi a convencerme que Santa Clara era un pueblo abandonado, como afirmaba Ángélico.

Sentí una gran intriga, como si intuyera una especie de trama que no lograba entender, y una necesidad urgente de esclarecerla. La sensación no fue exactamente de necesidad, fue una compulsión, como una avidez ineludible.

Sin pensarlo más me dirigí hacia el sendero de pasto que conducía al pueblo.

Caminé por el trillo con una sensación de libertad y felicidad. Me acercaba unos pasos al mato para admirar de cerca alguna flor, o la forma ostentosa, retorcida y única de cada orquídea: una con el botón blanco y erecto del estigma emergiendo sobre el centro amarillo de un abanico fucsia formado por un conjunto de pétalos plisados fucsias y violetas, y a su alrededor cuatro formaciones carnosas, también fucsias, con forma de pétalos retorcidos y arrugados en los bordes; otras esplendorosas flores de perfume intenso, con pétalos blancos y afelpados. No me animé a internarme en la vegetación cerrada, si me acercaba demasiado me turbaba la idea de que el mato era algo que me podía tragar. Como si la vegetación toda fuera una flor verde, enorme y carnívora. Aunque la idea era absurda, me alejé lo más posible del mato y seguí por el centro del sendero.

Hacía calor, el sol ya estaba bastante alto. Como el camino se dirigía hacia el este, no había ninguna sombra, ni forma de protegerme. Los brazos y los hombros me ardían un poco y comenzaron a ponerse rojos. Me puse lentes oscuros y apuré el paso.

Al poco rato divisé a lo lejos el caserío colorido. Los colores de la casas eran tan brillantes y alegres como la primera vez que pasé por ahí. Me fui acercando, ansiosa por encontrar a los chiquilines que había visto el día que llegué, de entrar el almacén y tomar un refresco y comprar algún regalo para Angélico.

A medida que me acercaba todos los colores parecían más resplandecientes. Admiré de nuevo las flores de los jardines cuidados y prolijos; vi el movimiento de cortinas y de caras que aparecían detrás de los visillos y se escondían al instante.

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13.5.08
  11 de mayo 08, domingo.

Vivan todas las mamás!! Pachamama, la Gran Madre, la Diosa Gea, la Virgen María, la Diosa Blanca… bueno, TODAS!! Y yo también, claro!!


































































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TERESA PUPPO 2008

Nombre:
Lugar: Montevideo, Uruguay
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