AUTORRETRATO http://08
14.2.08
  12 de febrero 08, martes.

Dormí hasta tarde. Fui a correr. Volví y colgué la ropa, levanté del fondo la caca de las perras. Limpié el pichí que hicieron en el corredor las muy brujas. Nunca sé cuál es para retarla. Barrí toda la zona donde andan ellas –el hall de entrada, el patio de la claraboya, el corredor que lleva al patio- y saqué dos palas de pelos de perro. Puaf! Me harté, no lavé la cocina ni hice mi cama. Gloria es mi salvación. Pero está de licencia. Creo que Sofi vuelve este fin de semana, por lo menos eso dijo. Tengo ganas de que vuelva y escuchar los cuentos. De noche fuimos a cenar a lo de Manuel e Irene, Irene se vuelve a Venezuela el viernes.





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  11 de febrero 08, lunes.

No hice registros. A Julio le dieron el alta de tarde, las hemorragias estaban pasando y los exámenes que le hicieron diagnosticaron que no era un problema grave, solamente unos divertículos irritados. Ju a régimen, irritado. No wine!!!

Va capítulo 2 de “Santa Clara”:


2


Cuando llegué a casa llamé enseguida a Clara para contarle lo que había pasado con la tal Doña Lorena. A Clara siempre le conté mis cosas, siempre la consideré una amiga de esas de fierro, de las que están ahí en las buenas y en las malas. Pablo a veces se ponía medio celoso de mi amistad con Clara.

Me atendió el contestador: “Hola”, decía con un tono frívolo típico de Clara, “me fui por tiempo indeterminado, no sé si vuelvo, todo depende”. Me quedé de una pieza. Clara no me había dicho que tuviera planeado desaparecer. Y había hablado con ella por teléfono el día anterior.

Me acosté, malhumorada y con un terrible dolor de cabeza, y traté de dormir. Imposible. Una idea me daba vueltas en la cabeza: Clara y Pablo. Era evidente, y yo recién me daba cuenta. “Qué estúpida soy”, pensé. Rememoré los meses anteriores: sí, Pablo había tenido actitudes muy extrañas, no sé cómo no lo había pensado antes. Hacía más de dos meses que no tenía sexo conmigo, aduciendo siempre alguna dolencia extraña.

“Tengo el brazo destrozado”, me dijo una noche que intenté acariciarlo y hasta le ronroneé un largo rato, como le gusta, “me duele tanto que no puedo moverlo. Me dijo el médico que es el manguito rotador, pero la cosa es que cuando lo levanto para abrazarte me da una terrible puntada en el hombro”. Esa noche me quedé ronroneando sola hasta que me dormí.

Al día siguiente Pablo se fue a jugar al tenis con Clara. “¿Y tu hombro?”, le pregunté muy molesta. “Se me pasó un poco”, me dijo, “además el médico me ordenó hacer ejercicio por el tema del colesterol. La raqueta la agarro con la mano izquierda y ya está”.

Bueno, a mí no se me ocurrió dudar de su palabra, pero en ese momento pensé que a mí también podría acariciarme con la mano izquierda y ya estaba. Enseguida me arrepentí de pensar eso. “Pobre Pablo”, me dije, “mirá que sos mala, debe ser horrible tener siempre una puntada en el hombro, tú siempre pensando en el sexo”.

Todas esas ideas me acribillaban el cerebro y no me podía dormir, daba vueltas y vueltas en la cama. Me levanté, aunque eran como las dos de la madrugada y no tenía nada para hacer. Fui al estar y prendí la televisión para intentar distraerme.

Como no tengo cable, hice un rápido zapping por los cuatro canales abiertos y lo único que apareció en la pantalla fue un programa donde había una multitud de gente en una iglesia que antes era un cine. Estaban próximos a lo que parecía un altar y un hombre alto con un fuerte acento brasilero le pasaba la mano por la cabeza a los que lograban acercarse a él, como si con eso les transmitiera la gracia divina, les quitara todos sus sufrimientos y les diera paz.

Me sentí cansada y con necesidad de esa paz. Me extendí en el sillón y me tapé con una manta. “Puede ser que acá logre dormirme”, pensé.

La habitación estaba a oscuras y lo único que brillaba era el monitor, que como tantas veces me hacía el mismo efecto que un hipnótico poderoso. “Bebba aggua...”, escuché que decía una especie de Santo Señor mientras una música suave resonaba en la habitación. “Eso parece fácil”, pensé; y me levanté a buscar un vaso de agua, volví al estar y me acosté de nuevo sobre el sillón.

Bebí con lentitud tratando de sentir, como él decía, que el agua iba a lavar mis pecados y a convertirme en un ser puro. Me concentré e intenté pensar solamente en el recorrido del agua por mi cuerpo, en la limpieza del agua, en la belleza y la plenitud de sentirse uno con el universo y con los espíritus hermanos. Los ojos se me estaban cerrando cuando me pareció reconocer entre la gente amontonada, con los brazos levantados y cantando aleluyas, a Pablo y a Clara juntos. No, no lo podía creer.

Me senté de un salto y fijé la vista en la pantalla. La cámara se alejaba de la multitud apretujada y ya no podía reconocer a nadie. “Estás delirando”, me dije. De pronto, a modo de despedida, el camarógrafo hizo un paneo enfocando de nuevo la sala atestada de gente y me pareció verlos de nuevo a la izquierda de la sala, a lo lejos.

Aunque aparecieron apenas un segundo reconocí el físico menudo y la melena larga y rubia, casi blanca, de Clara. A su lado la cabeza de Pablo sobresalía encima de las demás cabezas. Sí, era Pablo, imposible dudarlo, nadie más que él puede llevar esa ridícula moña roja apretándole el cuello.

Aunque la idea se me había pasado por la cabeza, había sido solo una idea; era demasiado haberlos visto juntos. Me invadió una sensación de odio feroz. Los dos infieles juntos. “Esto es la prueba del delito, tendrías que haberlo grabado en un video”, me recriminé, desolada.

Pensar en la traición me dio una sensación de angustia y de forma automática extendí la mano derecha y abrí el cajón de la mesa ratona, saqué un chocolate, lo desenvolví y le di un mordisco. El chocolate se deshizo en mi boca. Me consolé un poco al saborear la textura cremosa.

En la pantalla apareció la dirección de la iglesia. Me levanté de un salto, decidida. No era demasiado lejos de mi casa. Garabateé la dirección en un papel, llamé un taxi por teléfono y salí a la puerta a esperarlo. La noche estaba calma contrarrestando mi furia. Vi las luces del coche dar vuelta la esquina. Paró frente a mí y me subí, le indiqué el camino al conductor. Arrancó.

Durante el viaje me imaginé llegando a la iglesia y desenmascarándolos. “Ellos son infieles, me traicionaron” (me vi gritando con voz muy alta en el medio del lugar). Toda la audiencia se daba vuelta y me miraba boquiabierta. “Me robaron”, seguiría diciendo yo, “y ella, doblemente infiel, además de mi oro, me robó mi amor, me destrozó el corazón”. “No, muy dramático”, decidí, “nunca pierdas la elegancia. Vas tranquila y los enfrentás y les decís que te devuelvan las monedas o que los vas a acusar frente a los feligreses, si es que se llaman feligreses los devotos de esa iglesia, si es que es una iglesia”.

El taxi atravesaba las calles vacías y yo miraba las casas y los edificios que pasaban vertiginosamente a través del vidrio de la ventanilla. El chofer era joven y parecía alto, conducía medio encorvado y parecía abrazado al volante como si el espacio le quedara chico. Desde el asiento trasero le veía el cuello largo, la nuca hundida en el centro de la columna vertebral.

El interior del coche estaba tapizado de estampitas y adhesivos con imágenes de santos y santas, algunos con halos de estrellas alrededor de las cabezas. La virgencita fosforescente que colgaba del espejo retrovisor se bamboleó descontrolada cuando el coche frenó frente al cine- iglesia.

-Usted también viene a esta iglesia... –dijo el chofer dándose vuelta mientras hacía una rápida señal de la cruz. Se encendió la luz interior del coche y su perfil se recortó contra el vidrio del parabrisas. La tez del hombre era muy pálida y la nariz larga y estirada hacia adelante. Me miró con aire incrédulo y enseguida se besó los dedos índice y mayor de la mano derecha y los posó un instante sobre la virgencita, que seguía bamboleándose pero con menos violencia.

-La gente está cada día peor, ya no saben qué inventar –continuó y se quedó mirándome con los ojos demasiado abiertos como si esperara una respuesta. Me molestaron los comentarios pero no le contesté, abrí el bolso y saqué de la billetera el dinero para pagarle.

-Bueno, usted tire la plata donde se le ocurra, éstos tienen el bolsillo sin fondo –agregó, con el tono de alguien que está dando consejos importantísimos-. Le roban a la gente, no se deje engañar.

Cuando lo escuché repicaron en mi cerebro las carcajadas de Clara, y como en una cantinela sus palabras, las que había oído a través del tubo del teléfono: “no sé si vuelvo, todo depende”, “no sé si vuelvo, todo depende”. La odié y también odié al taxista, aunque no tuviera nada que ver.

-¡Usted que sabe! ¡Métase en sus asuntos! –le grité, furiosa. Le pagué, me bajé y cerré la puerta con un golpe seco. El taxi arrancó y casi enseguida desapareció en la esquina.

Me quedé sola en la calle oscura. Con el enojo no me había fijado que la iglesia parecía vacía, a pesar de que las luces interiores estaban encendidas no se veía a nadie por ahí. Golpeé la puerta, toqué el timbre un buen rato pero fue inútil. No apareció nadie. Cuando me estaba yendo, frustrada, vi que sobre la vereda había unos papeles tirados que parecían volantes, de esos que tiran por toda la ciudad para hacer publicidad.

Me agaché y recogí uno. “Los martes a las 14 horas nos reunimos en el Templo Mayor para arrepentirnos de nuestros pecados y recibir la Gracia”, leí. Las letras blancas estaban impresas sobre un cielo azul atravesado por rayos de sol amarillos. y había una dirección escrita en letras negras más pequeñitas. La dirección era en el centro. “Esta ciudad está cada vez más llena de templos”, pensé. Doblé el papel con cuidado, lo guardé en un bolsillo y me fui caminando, mirando las bocacalles oscuras por si aparecía algún taxi.

Tuve que caminar hasta mi casa porque no vi ni un maldito taxi en todo el trayecto. Cuando estaba llegando con los pies doloridos, vi venir uno a toda velocidad, muy cerca del cordón. El coche pasó sobre un charco y me salpicó con un agua marrón que me dejó unas feas manchas en el vestido. “Hijo de mil putas”, le grité, perdiendo la compostura.

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  10 de febrero 08, domingo.

Pasé el día con Ju en el CASMU. La ropa sigue colgada. No tuve tiempo de descolgarla. Fue un día a las corridas. Corridas por un lado, plantones por otro. Ju estuvo con hemorragias intestinales y lo dejaron internado. Internado es un decir, porque no lo dejaban irse pero tampoco lo ubicaron en una habitación, sino que se quedó en emergencia. Al final –parece que no había camas libres- una enfermera nos vino a buscar y nos dijo que la siguiéramos. Ahí fuimos atrás de ella. La seguimos por corredores tortuosos, pero siempre en el mismo piso. Rrrrrrrrrrrrrr-rrrrrrr-rr hacían las rueditas de la valija que le llevé a Julio conteniendo una toalla, una muda de ropa y la cepap o sopapa como le digo vulgarmente. La sopapa es lo que tiene que usar de noche para dormir para no hacer amneas; lo que usa cuando se disfraza de cannibal. El run run de la valija resonaba en el silencio del lugar. Llegamos a una sala grande y blanca, con camas separadas entre sí por cortinas blancas. Nos dieron la cama 16. Estaba bien, no era una habitación con la intimidad necesaria pero en la sala había solamente dos camas ocupadas: la de Julio y la de una viejita que no molestaba nada y estaba lejos. No la veíamos, la escuchábamos hablar con las enfermeras que la trataban como a una niña. Como a una niña que se porta bien y no molesta, claro, no como tratarían a una niña insoportable. O a una vieja insoportable. Apareció otro enfermo con un ojo tapado. Lo pusieron en una cama que estaba bastante lejos. El enfermo y el padre discutían en voz alta. No les dimos bola. Yo, porque apenas me recuesto en una cama o en el sillón de en auto me viene un sueño terrible y a pesar de que haga grandes esfuerzos me quedo dormida. Julio, porque estaba de muy malhumor porque no lo destinaban a una habitación e intentaba concentrarse leyendo el diario. Al ratito otro, un chico gordo gordo que se paseaba por el medio de la sala sin camiseta exhibiendo una enorme barriga temblorosa que le caía por encima de las bermudas. Lo mandaron a la cama al lado del último paciente. En unos diez minutos llegó una mujer que parecía desmayada, la llevaban en silla de ruedas. La cabeza se bamboleaba, parecía inerte. La pusieron en la cama de al lado de la de Julio. La mujer protestó un rato de forma bastante incoherente y protestaba por varias cosas a la vez: por los medicamentos que le dieron, porque tenía que irse a cuidar a su perro, porque le había sacado la cartera, y por otras razones que no entendí. Aunque yo no hacía ningún esfuerzo por entenderla, estaba a nuestro lado, a unos dos o tres metros de distancia separada por la cortina blanca. Aunque hablaba fuerte, casi gritando, la mujer tenía la voz pastosa y modulaba mal.

La enfermera tiene unos ojos claros, grandes y brillantes. Se notaba su espíritu alegre y positivo. Apareció su cabeza entre las cortinas y dijo, dirigiéndose a Julio: “te tienen rodeado ¿eh?” con una sonrisa medio burlona, sacudiendo la melena corta y ondulada. Nos reímos, todavía sin entender mucho. “Pero no te preocupes, ésta” dijo con un ademán de la cabeza que señalaba a la última internada “está casi todo el tiempo muy medicada y duerme, aunque a veces se pone a gritar y complica un poco. Los demás son tranquilos.” Julio y yo nos miramos. “Pero acá vas a estar más cómodo que en la emergencia. Y no hay camas disponibles en el sanatorio por ahora”. “¿Acá… donde es?”, le pregunté. “El pabellón psiquiátrico”, me contestó con un dejo de paciencia en la voz, como si hablara con un niño que se porta bien pero no entiende.





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10.2.08
  09 de febrero 08, sábado.

Diluvió, salió el sol, diluvió, salió el sol, diluvióooooooooooo. Mis cuerdas estaban llenas de ropa lavada secándose al sol. Se secó, se mojó, se secó, se mojó, se secó….

Julio durmió terrible siesta y yo me enganché en todas las películas boludas que pasaron. Uy me encanta mirar película boludas, de buenos y malos, donde ganan los buenos y los malos reciben su justo castigo: o la muerte, o la cadena perpetua, o unas buenas patadas en el culo. Lo que sea: un castigo a su fealdad y a su maldad. Y los buenos son felices tal como se lo merecen por ser lindos y buenos.






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  08 de febrero 08, viernes.

Llovió. Fuimos al cine, a Cinemateca con Cori. Después nos fuimos a una marisquería que descubrimos cerca de casa. Lenguado con oliva y alcaparras y camarones al ajillo. Muy bueno. Llamamos a Julio para que nos acompañara.





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TERESA PUPPO 2008

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Lugar: Montevideo, Uruguay
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