AUTORRETRATO http://08
15.5.08
  13 de mayo 08, martes.

Día laguna, lago, océano profundo, tan profundo y oscuro que no recuerdo nada. Otro día común y corriente, como los otros días, esos que tienen registros que demuestran que ese día lo viví aunque no fuera especialmente recordable. Me gustan los días oscuros, olvidables. Qué habré pensado, valió la pena pasarlo, me dejó algo o le dejé algo. A quién.Capaz que estuve en otro lugar, esos otros lugares tan extraños que la mente sabe que existen y donde están. Que pena que el volcán del sur de Chile siga escupiendo polvo.

15

Encontré el almacén sin ninguna dificultad, miré los carteles descascarados, las paredes sucias y gastadas. La puerta estaba abierta, sin candado ni cadena; al parecer, la habían limpiado: ya no tenía polvo ni telarañas. Entré. La misma mujer, alta y robusta, con el pelo negro recogido en la nuca, estaba barriendo atrás del mostrador. Me saqué el sombrero y los lentes oscuros. Detrás de ella vi unas estanterías con alimentos enlatados y mercaderías varias. Sobre otros estantes había sábanas y toallas apiladas, zapatillas, botas, camisetas, jabones, facones, de todo un poco. Debajo de la estantería, apoyadas contra el muro blanco pintado a la cal, había unas bolsas grandes de arpillera con la parte superior enrollada, con porotos negros y blancos, morados y a pintas, alubias, lentejas, garbanzos, maíz, harina, arroz, azúcar.

-Bom día –le dije, intentando hacerme entender en portugués. Ella me miró con expresión extrañada y demoró un poco en reconocerme.

-Oi, bom día, Donha –me contestó después de observarme unos instantes, con una gran sonrisa. Cómo vai, tanto tempo que a senhora nâo aparecía por estos lares...

-Bem, obrigada –le dije, sin entender mucho sus palabras, pero era evidente que me había reconocido, lo que me tranquilizó. Traté mentalmente de armar la próxima frase para no equivocarme: “eu estaba procurando uma bebida e um regalo”. (No me acordé como se decía regalo en portugués)

-A senhora deseja um copo de agua –me preguntó solícita, sin separar los ojos de mi vestido. Lo escudriñaba como si se hubiera quedado hipnotizada.

- Melhor, uma coca –le contesté. Me miró extrañada como si no comprendiera. Um copo de agua, sim –agregué enseguida, para no complicar las cosas. La mujer sonrió, se inclinó apenas hacia mí y salió por la puerta que daba al fondo.

Oí con claridad el ruido de la tapa del aljibe, el chirrido fuerte y rápido de la cadena que bajaba, el sonido del balde al chocar contra el agua y luego el sonido entrecortado de la cadena haciendo girar la roldana al subir el balde, los golpes suaves y rítmicos del balde de latón contra las paredes del aljibe.

Enseguida apareció de nuevo y me alcanzó un vaso lleno hasta el borde de agua clara, apoyado sobre un plato de cerámica.

-Beim fresquinha –dijo con orgullo. Tomé el agua, realmente estaba rica, dulce y fresca. Me aplacó la sed.

-Obrigada, estaba muy rica –le dije al devolverle el vaso. Ella dijo algo así como “prazer”, y sonrió.

Ya estaba por despedirme, cuando me acordé que quería llevar chocolates para regalarles a los niños del pueblo, y un regalo para Angélico. Le pedí los chocolates y miré en derredor, buscando algo apropiado para Angélico.

A la izquierda del mostrador, un poco escondida, una vitrina me llamó la atención. Me acerqué y me dediqué a mirar su contenido. Los estantes estaban colmados de objetos. Desde relojes antiguos, cajas de música, muñecas de porcelana, cuchillos con mangos y vainas repujados en plata y oro, teteras inglesas, un samovar, muñecos a cuerda, cachilas de juguete, sombrillas de encaje para el sol, abanicos españoles, platos de cerámica portuguesa; parecía una vitrina de una casa de antigüedades.

Sin dudarlo y sin importarme que seguramente no fuera el regalo más adecuado para un hombre, elegí una caja de música de madera laqueada. La tapa tenía el dibujo de una estrella y el dibujo estaba trabajado con incrustaciones de maderas de distintos colores y pedacitos de nácar, como si fuera un mosaico.

Miré a la mujer que me observaba sonriente. Le señalé la caja y le pregunté cuánto costaba en mi rudimentario portuñol. “Cuanto dinheiro”, creo que le dije algo así.

-É um prazer pra mí dar de presente pra a senhora –dijo sonriente.

Supuse que me lo quería regalar y me negué, yo quería pagarlo. Ella insistió y me dijo otras cosas más que no entendí. Insistió tanto que finalmente lo acepté.

Abrió la vitrina y sacó la caja, la envolvió con un precioso papel de seda y me la entregó, con una sonrisa cariñosa. Abrí el bolso y me ayudó con delicadeza a acomodarlo.

-Obrigada –le contesté mientras me colgaba el bolso del hombro –y deje um saludo pra Joâocinho. Adeus Martinha, um prazer verla –agregué. Le dije Martinha a propósito, para comprobar si ese era realmente su nombre y si los datos de Angélico tenían alguna base.

-Adeus, Donha Clara –me contestó sin sorprenderse- a senhora pode voltar cuando quizer, sempre será beim recibida.

Me puse el sombrero y los lentes (ella observó los lentes de sol con gran atención) le sonreí, la saludé con la mano y me fui.

En el camino fui pensando en Martinha. “Bueno, lo del nombre puede ser casualidad”, me dije, “ella no es, decididamente, un fantasma. Capaz que es hija o nieta de Martinha y también se llama Martinha. Y esta caja está en mi bolso, es de madera, pesa, es un objeto que puedo tocar”. Para cerciorarme, metí una mano en el bolso y acaricié la caja a través del papel de seda con las yemas de los dedos. También toqué unos envoltorios pequeños, los palpé, y reconocí los chocolates que Martinha había agregado con delicadeza dentro del bolso sin que yo me diera cuenta. “Y el agua la tomé, estaba fresca y rica. Esto no es cosa de mi imaginación. Angélico está demasiado solo, y cuando uno está solo, se piensan cosas raras, se sienten cosas raras, se creen cosas raras”.

Atravesé de nuevo el pueblo sin apuro, los colores de las paredes de las casas me parecieron menos brillantes. Esta vez no vi rostros en las ventanas, ni que se movieran los visillos. Tampoco pude ver a los niños, me dio pena no encontrarlos para regalarles los chocolates. Me consolé pensando que podía volver y dárselos al día siguiente. Caminé más rápido, aunque sin exagerar, porque el bolso pesaba bastante y volví a sentir el ardor en el hombro. Recién en ese momento me di cuenta de que Marthina me había dicho Donha Clara, ese nombre estaba tan repetido que en ese momento no me llamó la atención. “Me habrá confundido o escuché mal”, pensé despreocupada.


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