AUTORRETRATO http://08
15.4.08
  14 de abril 08, lunes.

Otra laguna. Será que el frío me comprime las arterias y la sangre no llega a oxigenarme el cerebro… no sé, pero no hice registros, trabajé en la compu, prendí la estufa porque hizo frío…

También trabajé en la propuesta para el proyecto BRAGUAY, me voy a fin de mes a la frontera a hacer la performance. La voy a registrar y después dejo el registro en un DVD como documento, pero me traigo el original para editar.

Va capítulo 8 de “Santa Clara (un espacio oscuro)”:


8

Salí de la habitación y recorrí la casa silenciosa, el aire me pareció cálido pero no sofocante. Angélico había abierto los postigos y unos visillos de madera colgaban atrás de los tejidos de alambre; supuse que los usaban para que no entrara mucho calor. Dejaban pasar una luz tenue y agradable.

Los ambientes eran grandes y estaban bien arreglados, con muebles antiguos, alfombras espesas con dibujos persas. La casa, de muros gruesos y techos altos, parecía antigua y muy sólida.

Caminé dando vueltas hasta encontrar la cocina, donde Angélico estaba inclinado sobre la mesada de madera cortando unos tomates rojos. Sobre la mesa había dos platos, cubiertos, copas, y unas fuentes con porotos y arroz, otra con fetas de jamón crudo, y aceitunas. Al sentir el olor a comida se me hizo agua la boca y escuché un gruñido proveniente de mi estómago.

-Ven, Ángela, vamos a la mesa, la comida está pronta –dijo Angélico, retirando una silla e invitándome a sentar con un ademán de su mano izquierda. Yo no recordaba haberle dicho mi nombre, pero como todo fue tan vertiginoso, podría ser que me hubiera presentado y no me acordara. Me senté y esperé, controlándome para no abalanzarme como una maleducada sobre la comida. Trajo una botella de vino y se sentó en otra silla, frente a mí. Agarró una tostada, puso un trozo de queso blanco encima, lo mojó con un chorrito de aceite de oliva, y colocó una aceituna negra sobre el queso y me la ofreció-. Para mi invitada de honor –agregó. Sirvió un poquito de cada cosa en un plato y lo puso frente a mí y después sirvió lo mismo en otro plato para él. Descorchó una botella y vertió vino en las copas.

-Salud –dijo, levantando la copa.

-Salud –le contesté. Nos pusimos a comer y a charlar. Me enteré que es argentino, descendiente de italianos y que hace muchos años que vive en Brasil. La fazenda había pertenecido a unos familiares italianos que emigraron a Brasil y se instalaron en esa zona. Cuando murió toda la familia (de un accidente terrible que no quiso contarme; no quería recordarlo) él heredó la fazenda, y en cuanto conoció el lugar se sintió atado a la tierra. Se quedó unos instantes callado, abstraído.

-No pude irme –dijo, y le brillaron los ojos. Fue la primera vez en la vida que sentí que pertenecía a un lugar –agregó. Me inquietó la mirada de los ojos grises tan parecidos a los de Pablo.

Él se enteró que vine a Brasil a buscar unos amigos que hacía mucho tiempo que no veía. Los otros motivos del viaje no me pareció relevante contárselos. Se me ocurrió decirle que tenía una vieja carta de mis amigos donde me contaban que vivían en un pueblo llamado Santa Clara y que por eso había llegado hasta ahí. Cuando dije eso, Angélico me miró extrañado.

-Hace muchos años que vivo acá –dijo, concentrado en sí mismo como si intentara recordar algo. El pueblo está deshabitado hace años, ni siquiera recuerdo cuántos... nunca oí hablar de uruguayos que vivieran por acá. Pero... –añadió, nunca se sabe.... todo es posible... Se quedó pensativo, con las manos bajo el mentón y la mirada ida. Parecía muy abstraído, así que me levanté, levanté los platos, y los coloqué dentro de la pileta para lavarlos.

-Estaba todo muy rico, Angélico, gracias –le dije, tratando de ser cortés. Abrí el grifo y salió un fuerte chorro de agua que cayó sobre los platos. Una mano cerró la canilla y me sobresalté, creí que Angélico seguía sentado a la mesa.

-No te molestes –dijo con un tono que parecía una orden. Donna Camila viene mañana y va a estar encantada de tener algo que hacer. Puedes ir a descansar. El mediodía acá es caluroso y el sol muy fuerte. Es mejor no salir, corres peligro de insolarte y no hay un médico cerca.

Se quedó serio y pensativo de nuevo. El ceño fruncido acentuó las cejas anchas y rubias. Tenía el codo derecho apoyado sobre la mesa y levantó la mano hasta la frente, apoyó el índice sobre el entrecejo y cerró los ojos mientras masajeaba el caballete con el pulgar y los otros tres dedos, con un gesto automático.

“...Puede ser que Clara...” murmuró al rato en un tono muy, muy bajo, como si hablara consigo mismo, tan bajo que no escuché bien. No podría jurarlo, pero me pareció oír eso.

-¿Qué? –le pregunté, asombrada. Disculpame, no te escuché. Él se quedó callado y siguió con la mirada perdida, ensimismado.

- Voy a descansar un rato, te convendría hacer lo mismo –dijo al rato con voz seca, dio media vuelta y salió de la cocina rumbo a las habitaciones. Yo lo seguí, intrigada, hasta que se metió en su cuarto y cerró la puerta. “Qué tipo más raro”, pensé.

Recorrí la casa buscando mi habitación, di algunas vueltas porque la casa era grande y todavía no me ubicaba bien. Lo de dormir una siesta me atrajo, parecía que el cansancio se apoderaba de mí, se me cerraban los ojos y solo pensaba en una cama blanda y fresca. Cuando encontré mi habitación, cerré la puerta, me saqué las sandalias y me recosté vestida sobre la cama pensando si habría sido idea mía (de obsesiva, nomás) o realmente Angélico había nombrado a Clara.

Me quedé dormida de inmediato: el viaje, la sorpresa de la llegada a ese lugar y las experiencias de los días anteriores me habían agotado. Pese a todo dormí intranquila y tuve sueños extraños.

Soñé que vivía en una casa parecida a esa, aunque más oscura y laberíntica, y que era la esposa de un hombre muy parecido a Angélico, que teníamos dos hijos que se llamaban Pablo y Clara; y un hombre y una mujer copaban la casa para robarnos y nos encerraban en una habitación y se quedaban con los niños como rehenes. El niño era rubio y aunque tendría unos dos o tres años, era muy pequeño, tan pequeño que dormía acurrucado dentro de una caja de zapatos llena de pasto seco. La niña tenía un tamaño normal, de unos nueve o diez años. Yo tenía miedo de que les hicieran daño. El niño de pronto adquiría una mirada maligna y se hacía cómplice de sus captores y casi más cruel que ellos. Él le dio el tiro de gracia a la hermana, le apuntó a la sien con un revólver y disparó y volaron sesos y sangre en cámara lenta, y la niña cayó despacio, como flotando, con un vestido blanco con puntillas y festones, largo hasta los tobillos, con los ojos cerrados y una sonrisa en la boca, los brazos delgados estirados hacia delante como queriendo abrazarlo. En eso aparecía Doña Lorena en trance, haciendo “ggggghhh”, con los ojos en blanco.

Me desperté llorando, con la sensación de haber perdido algo, sin tener clara conciencia de donde estaba. Me incorporé y me senté sobre la cama, me abracé las piernas con los brazos y me quedé así un rato, con el mentón apoyado sobre las rodillas. Miré a través de los visillos: el sol ya estaba menos fuerte, serían como las seis de la tarde. Fui hasta el baño y me lavé la cara y me peiné, me até el pelo en una cola de caballo alta, para estar más fresca.

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