AUTORRETRATO http://08
13.5.08
  10 de mayo 08, sábado.

Nos quedamos en Montevideo, porque el domingo es el día de la madre y vamos por el día a la chacra con los chiquilines. Va a estar mamá (la abuela, en dos meses bisabuela) toda la familia en verdad, mis hermanos, mis sobrinos. Marcelo, mi hermano menor, va a cocinar. Cocina muy bien.

Mi mamá me llamó a invitarnos a cenar, y Ju ya me había invitado, así que la invitamos a ella y pasamos bárbaro y comimos muy bien.

Bueno, tampoco tengo registros, va capítulo 13 de “Santa Clara (un espacio oscuro)”:



13

Me levanté sin esfuerzo, me sentía vital y alegre. Fui al baño y me di una ducha rápida, me sequé y me puse una solera blanca salpicada de pequeñas flores rojas, de breteles muy finos, me calcé unas sandalias rojas y chatas (ya había decidido que no iba a usar más tacos mientras estuviera allí) y salí de la habitación.

Fui directo a la cocina, la noche anterior no había cenado y estaba hambrienta. Ya conocía la casa así que no tuve que dar vueltas como el día anterior. Al entrar a la cocina me topé con una señora no muy alta, regordeta, con un delantal blanco y un pañuelo también blanco envolviéndole el pelo. Me hizo acordar a Doña Lorena, supongo que por el físico redondito y por los ojos oscuros, aunque no recordaba con claridad el rostro de la vidente. Sobre la plancha de la cocina de hierro humeaban dos calderas.

-Buenos días –dije, presentándome- yo soy Ángela, huésped de Angélico. Usted debe ser Donna Camila. Ella sonrió y asintió. Se le formaron unos hoyuelos simpáticos en los cachetes redondos y colorados.

-Buenos días –me contestó con voz suave y amable. Sí, el Signore Angélico me avisó que había huéspedes en la casa. –El acento de la mujer era decididamente italiano, aunque hablaba perfecto el español. “No parece que estuviéramos en Brasil”, pensé, “en esta casa nadie habla portugués”.

-Le aconsejo que vaya a sentarse al porche, al lado oeste, que a esta hora está sombreado y fresco –agregó señalando hacia el oeste. Yo ya le alcanzo el desayuno, Signora. En la cocina se sentía un aroma exquisito a pan recién horneado y un aroma dulce a frutas tropicales.

-Bueno, gracias, Donna Camila –le dije y me dirigí hacia el alero. Ella tenía razón. Bajo el alero del oeste había una sombra agradable. Me senté en un sillón de mimbre y enseguida apareció Donna Camila con una enorme bandeja que apoyó a mi lado, sobre una mesa y me preguntó si necesitaba algo más. Le agradecí y le dije que no, que todo estaba muy bien, y se fue.

Decidí dedicarme primero a la fruta. Estaba comiendo una tajada de papaya muy dulce cuando apareció Clara en camisón con aire somnoliento, caminando con dificultad sobre los pies vendados.

-Hola –dijo, con un tono normal y despreocupado- me desperté en tu cama. Disculpá, a veces camino dormida, sobre todo cuando estoy muy cansada-. Le dije que no me había molestado, que ni siquiera me había despertado.

-¿Dónde está Angélico? –continuó mirando alrededor con aire inquieto. Le contesté que no sabía, pero que si le importaba mucho, le preguntara a Donna Camila, que seguramente tenía la respuesta. Clara empezó a temblar y me miró con expresión de terror. Traté de calmarla, le dije que se tranquilizara, que Angélico ya iba a venir; pero siguió temblando, descontrolada. Le ofrecí un té o un café, le puse una cucharada de mermelada en la boca, pensando que podría necesitar algo dulce, pero no la tragó, se le escurrió por la comisura de los labios. Me levanté de la silla, fui hasta ella y le limpié la boca y la barbilla con una servilleta. Temblaba cada vez más y la mirada se le había ido. Como no sabía qué otra cosa hacer y me dio miedo que le pasara algo grave (me acordé del ataque de doña Lorena) hice sonar la campana que Donna Camila había dejado sobre la bandeja.

Donna Camila apareció enseguida, solícita, y preguntó qué necesitábamos. Clara dejó de temblar, no pronunció palabra, cerró los ojos y se puso a ronronear. Me senté de nuevo con una sensación de impotencia.

Como Donna Camila seguía allí parada esperando, le dije que Clara estaba inquieta, que quería saber dónde estaba el Signore Angélico, y que yo me había preocupado de verla tan inquieta. Donna Camila la miró, e hizo un gesto de desprecio levantando apenas los hombros, como si le quitara importancia al asunto. Me pareció irrespetuoso, viniendo de ella, tan formal y atenta. Volví a sentarme y miré a Clara con un poco de rabia.

-No se preocupe, Signora Ángela –dijo Donna Camila en voz baja, inclinándose y acercando a mí su cara regordeta y sonriente- ya se va a acostumbrar. No es imposible –agregó apoyando una mano sobre mi hombro izquierdo y ejerciendo una leve presión con los dedos- pero no se olvide que ahora todo depende de usted. Tenga cuidado. Usted vino a Santa Clara, y ahora está acá-. Pensé que esa observación no me aclaraba nada. En realidad nada de lo que decía me interesaba y estaba deseando que terminara de hablar y que se fuera.

- Si me deja darle un consejo –continuó con expresión beata- un consejo de vieja que ha vivido más de lo que necesita, acá está: no crea en lo que ve. Voy a rezar por usted, creo que lo necesita. Luego de pronunciar esas palabras hizo la señal de la cruz y se alejó rezando.

No entendí lo que quiso decir, pero tampoco quise pedirle aclaraciones. No me gustó la sonrisa ni el tono entre socarrón y condescendiente con el que me había hablado. Todo lo que decía era obvio, adornado con sonrisas y tonos misteriosos. Por mí, que se fuera al diablo.

Yo estaba muy tranquila y feliz, mis propios problemas habían quedado muy atrás, disueltos en la nebulosa plácida en la que me dejaba aprehender y me sentía cada vez más leve, como si estuviera descansando en el paraíso. Que Clara se arreglara como pudiera, no pensaba preocuparme por ella y menos por las tonterías de Donna Camila.

Cuando terminé el desayuno cerré los ojos y me recosté sobre los almohadones mullidos que cubrían la reposera de madera; me adormeció el calor, y el ronroneo que emitía Clara, que seguía con los ojos cerrados y en ese momento parecía dormir.


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