AUTORRETRATO http://08
2.5.08
  30 de abril 08, miércoles.

Se murió la mamá de Carmen así que de noche fuimos a darle un beso. Estaban todos los chicos –mis sobrinos, amigos, novios, etc.- y algunos de los hermanos, pero Carmen no, justo había tenido que ir a hacer trámites, de esos trámites horribles que hay que hacer cuando se muere alguien y sólo se tienen ganas de llorar, sentada, acostada, parada o acuclillada, y de cualquier forma tiene que salir, ir a la funeraria, pedir la sala, elegir el cajón, las flores, coordinar los horarios del entierro, los adornos del velatorio, no sé bien porque nunca hice ninguno de esos trámites, pero ahora pienso que capaz que te sacan un poco de la tristeza –aunque la mamá de Carmen era viejita y estaba enferma, supongo que igual te da tristeza- o la verdad es que a la tristeza no deben sacarla, solamente la atrasan un poco, la dejan que venga de a poquito, y va entrando en el cuerpo cuando uno tiene la cabeza embotada y no se da mucha cuenta y cuando quiere ver ya la tristeza ocupó todo el cuerpo y la mente y uno es eso solamente; un montón de tristeza.

Va capítulo 10 de “Santa Clara (un espacio oscuro”):


10

Yo iba entretenida, tratando de reconocer los detalles del camino que había recorrido esa mañana. Todo parecía igual, el descampado, la vegetación que se volvía cada vez más frondosa al acercarnos al pueblo. El recorrido era bastante más largo de lo que yo recordaba. “Cómo pude caminar todo esto con los malditos tacos y cargando la maldita valija con las malditas ruedas trancadas”, pensé, recordando el agotamiento que había sentido.

Angélico conducía sin apuro y parecía preocupado, miraba con recelo hacia un lado y otro del camino.

-A los antiguos dueños de estas tierras –dijo Angélico rompiendo el silencio- los mataron unos bandoleros. Vinieron a robar y después de sacarles la fortuna que tenían guardada los asesinaron de forma terrible e incendiaron la casa. Tenían dos hijos: Clara y Pablo. Clara, que tendría en esos tiempos unos nueve años, se salvó; la encontraron acurrucada dentro de un espacio oscuro que supuestamente servía como escondite para guardar valores. La niña desvariaba y estaba muy malherida. Ella contó que la salvó un morocho grande, que tenía una terrible cicatriz que le cruzaba la cara, que la defendió de otro que quería matarla. La llevaron a un convento donde unas monjas se hicieron cargo de ella. A los diecisiete años huyó y no se supo nada más de ella. Dicen que era tan loca como hermosa, que nunca se vio un cabello tan rubio como el de ella. Los salteadores se llevaron con ellos al hijo menor, que tendría unos dos o tres años. Los paisanos viejos dicen que el niño se hizo bandolero y que lo mataron mucho después, en un enfrentamiento con la guardia civil. Cuando lo mataron tendría unos trece años aunque nunca se encontró el cuerpo.

Angélico hizo una pausa larga y se instaló un silencio opresivo.

-Aseguran que su espíritu vaga por acá –continuó al rato, como si hubiera evaluado las palabras que iba a pronunciar. También la gente de la zona, cada vez que ve un hombre con una cicatriz en la cara le demuestra respeto, piensa que puede ser la reencarnación de “Maluco”, el supuesto salvador de la niña Clara.

No le contesté, murmuré algo así como “mmmh...”

Al llegar al pueblo, me extrañó no ver a los chiquilines descalzos, corriendo hacia la camioneta. Con lo curiosos que se habían mostrado esa mañana la reacción más lógica hubiera sido que aparecieran por ahí. No se notaba ningún movimiento. Ningún ladrido. Nada. Angélico disminuyó la marcha, iba despacio, a paso de hombre.

-Dónde fue que viste a la gente –dijo sin tono de pregunta, pero mirándome con ojos interrogantes.

-En casi todas las casas vi gente –le contesté- pero con la única que hablé fue con la señora del almacén. Le pregunté por los castelhanos. Más tarde un chiquilín descalzo me acompañó hasta la fazenda. Se llamaba Joâocinho. Ella, la señora del almacén, lo mandó a acompañarme. Le hablé en tono pausado, como quien le explica algo por enésima vez a un niño que no entiende. Estaba molesta y no entendía por qué Angélico desconfiaba tanto.

Atravesamos el pueblo sin ver un movimiento ni oír un ruido. No vi moverse las cortinas y las casas me parecieron realmente abandonadas, las paredes descascaradas, los colores desteñidos. Los jardines estaban descuidados, aunque la vegetación era igual, espesa y salpicada de flores de colores exuberantes. Una enredadera cubierta de flores amarillas había ocupado todo el patio delantero de una casa, de forma que parecía imposible que nadie entrara o saliera. No entendí, todo me daba una sensación de irrealidad, incluso pensé que Angélico me había llevado a otro pueblo.

Al fin llegamos al almacén, eso me dio la pauta de que el pueblo era el mismo pueblo en el que yo había estado. Esa construcción estaba igual, ya me había parecido medio ruinosa, con los carteles descascarados por el tiempo.

Bajamos de la camioneta y me dirigí directamente a la puerta. Estaba cerrada con un candado herrumbrado. La puerta y el candado estaban llenos de telarañas y cubiertos de polvo. Golpeé la puerta con una remota esperanza de que apareciera alguien, por lo menos desde atrás de la casa. Angélico se quedó un paso atrás observando en silencio. Suspiré, sentía un intolerable temor a estar enloqueciendo.

-Bueno –le dije con tono de disculpa y sintiéndome ridícula- es acá, hoy hablé con una mujer alta, grandota, de pelo negro recogido en un moño. Ella fue la que me dijo donde podía encontrar a los castelhanos, ya te lo conté –agregué, molesta con él, con todo, conmigo misma.

Sin esperar un comentario de Angélico, golpeé de nuevo la puerta, con fuerza, casi con rabia. Miré a Angélico, que a su vez me miraba con una expresión extraña.

-Es evidente que ahora no está, habrá salido –continué, obstinada- pero hoy hablé con ella, te lo juro. Hice una cruz con el dedo índice de cada mano y la besé dos veces, cambiando de posición los dedos en el segundo beso. Angélico no me contestó. Seguía con el ceño fruncido.

-No es para tanto –dije pensando que exageraba, que su reacción era exagerada- debe andar por ahí. Seguro que viene en cualquier momento.

Angélico fue hasta el fondo de la casa, como si buscara algo. Lo seguí con curiosidad. Se dirigió al aljibe e intentó abrirlo. Tuvo que hacer palanca con un trozo de fierro viejo que recogió del piso porque la tapa de hierro del aljibe no cedía, parecía trancada. Estaba muy oxidada y con algún agujero. Al segundo intento la tapa cedió con un chirrido y cayeron unos pedazos de hierro dentro del aljibe. Se escuchó el ruido seco cuando llegaron al fondo. No hubo ruido a agua, ningún ruido a agua.

-Martinha... –murmuró Angélico ensimismado- no puede ser... Vamos –dijo con el mismo tono autoritario que ya le conocía, después de quedarse un rato pensativo, con los ojos fijos en mí hasta que me sentí incómoda. En realidad no supe si me miraba a mí o miraba al vacío.

-Vamos, que acá no hay nadie –agregó después, como si reaccionara. Mientras caminábamos hacia la camioneta no pude pensar, estaba confusa y mareada, no podía entender qué estaba sucediendo.

-Martinha era la dueña de este almacén, era alta, una espléndida mujer… Tenía el cabello negro y lo usaba atado en un moño –después de dar unos pasos largó ese dato así, de sopetón. La voz de Angélico era serena.

-Murió hace muchos años de fiebres, como la mayoría de la gente de este pueblo. Joâocinho, su hermano menor, también murió. El niño tendría unos ocho o nueve años y vivía con ella. Nunca se supo qué pasó. Algunos dicen que se contaminó el agua de los aljibes –continuó- los pocos que no murieron, se fueron, abandonaron sus tierras, sus casas, sus animales. Me miró serio a los ojos-. Desde esa época el pueblo está abandonado –añadió mirándome con la misma fijeza. No supe qué contestarle y supuse que tampoco esperaba una respuesta.

Un movimiento me llamó la atención y miré hacia el costado: sorprendida, vi venir gateando por el sendero de pasto, el que llevaba a la carretera, a la rubia del ómnibus. Nos quedamos pasmados mirándola como si fuera una aparición.

-Hola –dijo ella con un tono de lo más natural, cuando estuvo a unos metros de distancia. Levantó la cabeza para hablar y siguió acercándose. -¿Acá es Santa Clara, verdad?

Angélico la miraba fijo, parecía paralizado. Yo no me asombré, pasara lo que pasara ya todo me parecía normal.

-Sí –le contesté- es acá.

La mujer, igual que en el ómnibus, ronroneó como un gato.

-Qué bueno, por fin llegué –dijo y largó un suspiro largo y ronco-. Iba en un ómnibus y me pasé como treinta kilómetros –continuó, pensativa. El guarda se olvidó de despertarme, aunque insistió e insistió en decir que me despertó y que me bajé. Encima me quería cobrar el boleto por los treinta kilómetros que él decía que yo había hecho de más. “¿Cómo que me bajé, no ve que estoy acá?”, le dije sin perder la paciencia. “No sé cómo la señora volvió a subir”, me contestó, tozudo, “lo que sé es que la señora bajó en Santa Clara”. No hubo forma de entendernos. Le dije que estaba loco. No quería dejarme bajar. Los demás pasajeros empezaron a despertarse y a preguntar qué pasaba, y creo que por eso me abrió la puerta y me dejó bajar.

La mujer hablaba con lentitud, con un tono muy suave y bajo, sin expresión en la cara ni en la voz.

-Empecé a caminar y las sandalias me lastimaron los empeines, así que seguí descalza hasta que tuve que gatear porque me empezaron a doler mucho las plantas de los pies –explicó.

Como si hubiera quedado todo claro, se sentó en el pasto, no habló más, miró para abajo y se dedicó a revisar con atención las plantas de sus pies.

Pronto iba a anochecer. Miré a Angélico levantando las cejas, como preguntándole qué hacíamos. No me parecía bien dejar a la rubia sentada en medio de un pueblo que aparentemente estaba abandonado. Por otro lado, yo era una invitada, casi una intrusa y no me sentía con derecho a tomar ninguna decisión.

-Acá no te puedes quedar –dijo Angélico, saliendo de su mudez. Mejor vienes con nosotros a la casa hasta que te cures y después ves lo que haces. Ella no contestó, pero ronroneó otro poco y con más intensidad.

La ayudamos a pararse. Era delgada y no muy alta, me llegaría al mentón, o a lo sumo a la nariz. Las plantas de los pies eran una llaga viva y estaban sucios de tierra. En las palmas de las manos también tenía llagas y tierra. Los pantalones estaban sucios y rasgados. Angélico la levantó en brazos como si fuera un bebé, la llevó hasta la camioneta y la sentó. Yo me senté a su lado, contra la ventanilla y cerré la puerta. Angélico subió y arrancó, dio una vuelta en redondo con la camioneta, que derrapó sobre el pasto y enfilamos hacia la fazenda.

Durante el camino de regreso fuimos todos callados. La frente de Angélico seguía fruncida, se le marcaban dos surcos verticales, profundos. Solamente se escuchaba el ruido del motor y el ronroneo cada vez más fuerte de la rubia que iba impávida, como si mirara al frente pero con los ojos cerrados.

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